Perfil de empresa/Santiago Galicia Rojon
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Perfil de empresa
Santiago Galicia Rojon
El mercado, símbolo del más puro mexicanismo, era pequeño mundo con sus colores, aromas, sabores, formas y murmullos que en aquel rincón moreliano, el del atrio del templo y ex convento coloniales de San Agustín, atraía desde muy temprano a la gente, a los comerciantes que vendían o intercambiaban, todavía por medio del trueque, su mercancía, y a los clientes que compraban productos de la campiña y regateaban precios.
Antes de que la aurora se anunciara, los arrieros irrumpían la somnolencia de las callejuelas del centro. Las mulas, agotadas, paraban en algún sitio y ellos, los hombres, retiraban de sus lomos los costales con carbón, leña, cazuelas, gallinas, guajolotes y verdura.
El mercado de San Agustín era uno de los ejes de abasto de los moradores de Morelia. Alfareros, aguadores, afiladores, carboneros, leñadores, pajareros, cocineras, carniceros, merolicos y verduleros acudían puntuales y de frente a su cita con los clientes, con las familias que habitaban el ex convento agustino de Santa María de Gracia, del siglo XVI, la segunda finca monástica más antigua de la otrora Valladolid, de acuerdo con algunos historiadores e investigadores, donde se erigían tendejones, como el de don Elpidio, y negocios de oficios hoy casi extintos.
No hay que olvidar que durante los días de 1874, tras la expulsión de los agustinos, el convento colonial fue adquirido por comerciantes, quienes en menos de un par de meses cedieron los derechos a dos abogados de apellidos Cervantes y Torres, que usufructuaron la finca como vecindad.
Discurrían los minutos de 1910. Fue el año postrero del Porfiriato. Meses más tarde estallaría el conflicto social de México. Ese año, el de 1910, una mujer de nombre Ángeles fundó los primeros sanitarios públicos de la ciudad, entre la arquería de cantera que inició su construcción el 5 de mayo de 1885 y fue concluida el mismo día y mes de 1888, y el ex convento y templo coloniales de San Agustín.
A sus más de 70 años de edad, Gustavo Ortuño Pulido, actual propietario de los sanitarios públicos, recuerda que su madre, doña Carmelita -Carmen Pulido Cortés, si hay que ser exactos-, compró los baños a la señora Ángeles. Los obtuvo en 1939, reseña el hombre.
Al obtener el título de propiedad del negocio, doña Carmelita se convirtió en uno de los personajes más populares del mercado de San Agustín, donde la gente realizaba compras y algunas veces comía en los puestos instalados.
Entre los días agónicos del Porfiriato y el surgimiento del movimiento social de 1910, los baños, con letrinas de madera, eran utilizados por arrieros, cargadores, comerciantes, aguadores, merolicos y compradores, hombres y mujeres que respiraron el ambiente de una ciudad con palacios de cantera, jardines románticos y callejuelas estrechas, con sus luces y sombras, con sus desigualdades sociales; pero también por revolucionarios, federales y personas que sudaron miedo y percibieron el estruendo de la pólvora.
Abogado de profesión, Gustavo recuerda que ella, su madre, fue una mujer piadosa, bastante querida por los morelianos de entonces. Destinaba parte de las utilidades de los baños públicos -los únicos en la ciudad- a obras de caridad. Se interesaba en aliviar los dolores y necesidades de la gente enferma y con hambre y necesidades.
Los baños fueron atendidos por sus abuelos y su madre. La familia se organizaba para atender el negocio. Alguno se encontraba en la caja, recinto de madera con herraje, donde la gente pagaba su ingreso a los sanitarios. El negocio contaba con tal mecanismo que si alguno de los usuarios olvidaba dar cauce al agua para limpiar los excusados, los dueños jalaban la cadena correspondiente, instalada en la pequeña caja y oficina adjunta, para su desagüe y limpieza.
Gustavo narra que antaño, muy cerca del negocio, en la cerrada de San Agustín, se establecían las “polleras”, señoras que preparaban las auténticas enchiladas morelianos con pollo y verdura. Instalaban mesas largas de madera al centro de la calle, donde cenaban las familias y los transeúntes.
Tras rememorar, el hijo de doña Carmelita refiere que con las “´polleras” cenaron Pedro Infante, el Ratón Macías, Paco Malgesto, Fernando Casanova y Antonio Aguilar, entre otros personajes, quienes utilizaron, en su momento, los sanitarios públicos, igual que cualquier ciudadano. En su momento lo hicieron, igualmente, los políticos y funcionarios públicos tras asistir a un acto o pronunciar discursos. “Eso es lo que enseñan los baños públicos, advierte, que sin excepción, todos los hombres y mujeres, por acaudalados, famosos, poderosos, atractivos o inteligentes que sean, son frágiles y pasajeros, con las mismas necesidades biológicas de la humanidad”.
Los años existenciales de don Gustavo se han diluido en el negocio familiar de los sanitarios públicos de San Agustín. A los ocho años de edad se incorporó a las labores. Nació en 1946. Su padre lo despertaba a las cinco de la mañana, cuando los campanarios llamaban a la primera misa y en la lejanía se escuchaban el canto de los gallos y el concierto de los pájaros.
El hombre despertaba a sus hijos Gustavo, Eva, Margarita, Simón y Héctor porque los otros, los comerciantes, arrieros, cargadores y campesinos que llegaban temprano al mercado de San Agustín, requerían el servicio de sanitarios.
Así, Gustavo combinó los juegos e ilusiones de la infancia con las tareas escolares y las labores y obligaciones domésticas en aquel ambiente de sabores, colorido y rumores del mercado que se instalaba en el antiguo atrio agustino que fue cementerio durante los instantes coloniales.
Enclavados en el centro histórico, en la plaza que actualmente se llama Ignacio Comonfort, los primeros baños públicos de Morelia son mundo y vida para Gustavo, quien tras dar vuelta a una y otra página del ayer, admite que toda la gente, en el barrio de San Agustín, era como una familia. Diariamente, las familias que moraban en las antiguas celdas conventuales, los comerciantes y los habitantes de la ciudad enfrentaban la compleja prueba de la coexistencia.
Gustavo, el hijo de Carmelita, sabe que sus baños públicos son fragmento de la historia, pequeño museo, eco de otra hora. Es una empresa familiar. Aunque hace décadas retiraron las letrinas y las sustituyeron por sanitarios modernos -tazas de porcelana-, el establecimiento conserva el mobiliario de madera original, otrora verde y actualmente amarillo, con su taquilla con herraje y cristal, puertas originales, aljibe cilíndrico que alcanza las vigas del techo, tablones adheridos a la pared para evitar el paso de la humanidad y cuatro ganchos en los que los clientes, hombres y mujeres, colgaban abrigos, bombines, sombreros, bolsas, sombrillas y otros objetos antes de ingresar a los sanitarios.
Los sanitarios individuales se encuentran alineados a la caja que conduce a un pasillo con escaleras que conectan a la parte superior de la casa, donde la familia Ortuño Pulido protagonizó su historia. Adyacentes a la caja, existen cuatro puertas, dos con figuras femeninas adheridas en un tablón y otro par con imágenes masculinas, con la intención de distinguir los baños de las damas y de los caballeros. Cabe resaltar que una de las figuras es una bailarina; la otra es una dama que porta vestuario de hace más de un siglo y recuerda los capítulos porfirianos. Las dos que se encuentran colocadas en los baños de los hombres, también recuerdan horas consumidas.
Igual que los ganchos, el cilindro y la mayoría de los elementos forman parte del pasado y de la historia. Los años acumulados y la modernidad los han desterrado y condenado al naufragio, al olvido; aunque hay quienes utilizan el servicio a pesar de que las autoridades municipales de Morelia construyeron sanitarios públicos entre la arquería de fines del siglo XIX.
En la parte superior de la caja se encuentra una placa metálica pesada que marca el negocio 00059 y contiene datos del Banco Rural con los términos “Michoacán única”. A unos centímetros de distancia cuelga, igualmente, la lámina que la Secretaría de Hacienda y Crédito Público otorgó al establecimiento en 1950, con el número 309.
Gustavo ha solicitado la intervención de las autoridades municipales de Morelia y del Instituto Nacional de Antropología e Historia para el rescate de las instalaciones con más de 100 años de antigüedad, sin respuesta satisfactoria; no obstante, permanece sentado en una silla de madera, afuera de los primeros baños públicos de la ciudad, donde se encuentra una pequeña mesa de madera con trozos de papel higiénico y una charola con monedas para dar cambio a los clientes, donde sus días se diluyen entre la ilusión de una empresa familiar y la tradición que lo mantiene ocupado e inmerso en sus recuerdos, sueños y realidades.