Nudos de la vida común
Morado: el color de la condescendencia
Ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos en pie
- Emily Dickinson
Nuevamente es marzo y llegamos a la conmemoración del día internacional de la mujer. Una vez más, las mujeres alzamos la voz para visibilizar la desigualdad en que seguimos viviendo en nuestra sociedad. Como ha sido en los últimos años, habrá marchas por todo el país, con voces que gritan fuerte el dolor de la inequidad. Seguramente, las críticas a tales manifestaciones serán una vez más el intento activo por minimizar las heridas de la disparidad de acceso a una vida digna y segura por razón de género. El “no es para tanto” es la más clara señal de que, hombres y mujeres, no hemos querido escuchar esas voces y en total indolencia reclamamos un derecho espurio a ahogarlas para garantizar nuestra comodidad en el status quo.
En nuestro país la igualdad de la mujer sigue siendo una tensión ignominiosa entre las leyes y nuestros paradigmas culturales. Ciertamente, a nivel de legislación se tienen avances importantes: la igualdad de género es una garantía constitucional y la normatividad para mantener el equilibrio de géneros en representaciones y funciones públicas es cada vez más amplia. Prueba de ello, es la gran posibilidad de que nuestro país, a nivel federal, sea liderado por mujeres en los tres poderes en este mismo año.
No obstante, la brecha entre lo que dice la ley y lo que sucede en la cotidianidad de los hogares, centros laborales y espacios públicos, sigue siendo abismal. Esto sucede porque los avances en la igualdad de género están sucediendo en lo externo, pero no están penetrando en el entendimiento y en los valores de las personas. Es decir, en sustancia, todo sigue igual.
Se dice que los cambios culturales requieren al menos una generación para producirse. Esto es especialmente cierto si se trata de esperar a que la generación que se resiste al diálogo y a la empatía desaparezca, lo cual significa un verdadero fracaso de la vida común y un serio cuestionamiento a nuestras aspiraciones democráticas. Las expresiones a favor de la igualdad de género parecen ser toleradas con desprecio y molestia no solo por varones, sino por también por mujeres mismas que parece que encuentran mayor ganancia en perpetuar la situación o que por no estar de acuerdo en “las formas”, descartan el fondo.
La invitación no es a aplaudir ni sumarse a las manifestaciones que pueden llegar a tener tintes de agresión, sino a escuchar con voluntad y sensibilidad el dolor y la frustración detrás de cada consigna; a abrir los oídos y el alma al miedo que tienen esas mujeres ante la inminente probabilidad de que sus hijas sufran la misma discriminación y violencia por las que ellas han pasado con la venia de una sociedad indolente; a empatizar con la vergüenza de que sus hijos vivan en una cultura patriarcal como antítesis de la democracia y la igualdad; a dejarse tocar por solo una de sus historias y dejar por un instante que su corazón lata al ritmo del de una de ellas.
El día sin mujeres, lejos de visibilizar el problema, ha terminado por ser el día en que cerramos oídos y ojos para que a las feministas se les de magnánimamente chance de que su lucha exista. En otras palabras, los días morados se han convertido en días de condescendencia, como esperando el cansancio de las mujeres en la persecución de la igualdad y el eventual abandono de sus batallas.
Para que estas marchas pasen de la conmemoración del duelo por la lucha oprimida a la celebración de la igualdad conquistada, se necesita algo más valioso que leyes y buenas prácticas, y que a la vez es más sencillo: la voluntad de escuchar y de empatizar y reconocer esta llaga de nuestra vida común para empezar a sanarla. Una persona a la vez. ¿Quién da el primer paso, apreciable lector?