Violencia como castigo y no reconocer las emociones: así nace un criminal
MORELIA, Mich., 22 de noviembre de 2022.- El reconocimiento de los adultos a las emociones y sensaciones que experimentan las infancias y los adolescentes, puede ser un factor preventivo para que no los enganchen los grupos criminales y no entren en conflicto con la ley.
Alicia Vargas Ayala, del Centro Interdisciplinario para el Desarrollo Social (Cide), investigadora sobre infancias y las violencias, explicó que uno de los grandes problemas que aqueja a las personas menores de edad es la forma en que los adultos se relacionan con ellos: a base de control, al cual se accede con violencia, ya sea física, psicológica o emocional, todas las que están además interrelacionadas.
Al aplicar un castigo como una nalgada, los más jóvenes pueden escalar a tal grado de presión que pasan del miedo al terror en cuestión de minutos.
Los niños sienten…
Y el desarrollo de esas emociones puede determinar su evolución y desarrollo social.
“Hay una diversidad de condiciones, de prácticas culturales y relacionales, que los adultos hemos construido para relacionarlos con los menores, que es de control, ello deriva en que los menores construyan mecanismos de adaptación a la violencia, para aprender a manejarla, una manera es porque saben que la obediencia es lo que les va a limitar la violencia permanente”, explicó.
Entonces el aprendizaje con una nalgada o palabras violentas es a saber qué si y qué no hacer para no enojar al cuidador, a fin de evitar la violencia y el castigo, evadirla, no hay una comprensión de su entorno.
Estas formas de “corrección” de las conductas con agresiones en lugar de funcionar, son contraproducentes, porque entornos violentos en el menor “afectan el desarrollo fisiológico del cerebro y repercute en el crecimiento cognitivo y emocional de las infancias y adolescentes”, añadió.
Expuestos hasta en su desarrollo cerebral, los efectos también llegan a su forma de vincularse con su entorno, sociedad y familia, especialmente en aquellos que sufren agresiones recurrentes.
Entre las consecuencias están la baja autoestima, sufren sentimientos de inferioridad, que no son necesarios en su círculo social, son tímidos, tienen sentimientos de soledad y abandono, se sienten poco apreciados y sin cariño, miedosos, o tienen reacciones de hiperactividad para llamar la atención de las demás personas; se aíslan del entorno social y sienten abandono al dejarlos a merced de su agresor.
Producto de ello, desarrollan problemas de salud mental, como ansiedad, depresión y trastorno de la personalidad.
Estas y otras formas de violencia llevan a los más jóvenes a aislarse y a buscar otros círculos que les brinden otras formas de convivencia, así sean los grupos criminales o de otros adultos jóvenes en conflicto con la ley penal, que dan aparentes muestras de reconocimiento, que les asignen puestos de poder, independencia, que se sientan bien recibidos y con la autonomía que en casa no encontraron.
“La forma en que ellos se defienden de la violencia, es buscar otros espacios, en otros círculos sociales diversos, con otras personas que les den un referente distinto a la ansiedad y la depresión que han encontrado en su espacio; donde pueden ser los más violentos o más feroces”, añadió Vargas Ayala.
Pero esos nuevos círculos no son necesariamente espacios o personas donde puedan mostrar su personalidad, sino que reproducen la violencia experimentada, lo que lleva a algunos a entrar en conflicto con la ley penal y, en ciertos casos, hasta a la prisión oficiosa por incurrir en delitos graves.