Uso de razón/Pablo Hiriart
El presidente no tiene Plan B
Quienes han conversado en privado con el presidente Peña Nieto sobre el tema han escuchado claramente: “no tengo plan B” en la elección presidencial.
Lo han visto tranquilo, sin angustias ni expresiones de nerviosismo por lo que reflejan las encuestas.
Imperturbable en su decisión: “no tengo Plan B”.
Con Meade van hasta el final, es la mejor carta y no existe ni la más remota posibilidad de un pacto con el PAN y mucho menos de una declinación.
Además, aunque se quisiera -nos dicen algunos gobernadores-: los tiempos ya no dan y los que opinan de acuerdos de última hora para cargar los votos en favor de un candidato, ya sea Meade o
Anaya, no tienen idea de lo que es la operación electoral.
Un acuerdo de esa naturaleza necesita meses de preparación, pues requiere de una tarea piramidal. Persuadir, convencer y operar hacia abajo. Con los alcaldes, con los líderes gremiales, los líderes intermedios, los que tienen ascendencia en grupos amplios, en colonias, para solicitar un cambio en la intención de los sufragios.
“Los votos no están en bodega, que se pueden usar en un sentido u otro con rapidez”. Requiere trabajo político, y eso toma meses.
Ya no hay posibilidad de alianza ni de declinaciones. La suerte está echada y así vamos a llegar al 1 de julio. No hay más.
Un sector de la ciudadanía seguramente optará por darle su voto al que le pueda ganar a López Obrador, pero no veremos algo similar a la épica batalla de Felipe Calderón versus AMLO.
En el hipotético caso de que el candidato del PRI se desfondara, las bases de ese partido correrían a votar por su pariente: López Obrador.
Contra lo que algunos piensan, porque no conocen el país, el PRI existe. Está en los sindicatos, en las agrupaciones campesinas, en las asociaciones de colonias, en las comunidades. Y a estas alturas no votarían por Anaya aunque se los pidiera el presidente de la República, lo que de ninguna manera ocurrirá.
El PAN tampoco va a pedir el voto útil para Meade. Anaya no va a declinar. El panismo ha puesto como su rival al gobierno y si tiene que cambiar el sentido de su elección, lo haría por Morena.
Los acuerdos PRI-PAN que transformaron al país han sido obra de las cúpulas conducidas por talentos privilegiados. Eso ya no es posible, a pesar de los riesgos que hay para México y para los dos partidos mencionados.
Priistas y panistas se ofendieron demasiado. No fue así en la elección de Calderón. No fue así en la elección de Peña Nieto.
Anaya y Meade pagan las consecuencias de haberse peleado con todo, durante seis meses, por el segundo lugar y no por el primero.
Y pagan las consecuencias, también, de haber rechazado la propuesta de segunda vuelta electoral que en su presidencia hizo Felipe Calderón y en este sexenio planteó Manlio Fabio Beltrones y lo frenaron desde el propio PRI.
A Meade sólo le queda la opción de pelear hasta el último aliento por ganar, o por evitar que el PRI sufra un descalabro que lo deje con una escasa representación en el Congreso. Sería su inmediata reducción a una fuerza simbólica, de acompañamiento, luego de haber sido el partido histórico de las clases medias y bajas.
Ricardo Anaya tiene una sola alternativa: tratar de ganar o, si pierde, que sea con una votación decorosa para evitar la ruptura de Acción Nacional después de los comicios.
Al ciudadano, en caso de que no cambie la tendencia en las encuestas, sólo le queda el salvavidas de un PAN fuerte y un PRI fuerte en la oposición, para evitar que López Obrador revierta el cambio estructural que vive México y nos regrese a la época de Echeverría.
En el peor de los escenarios para el 1 de julio, se van a requerir dos partidos de oposición fuertes y cohesionados para impedir que López Obrador mande al diablo las instituciones desde la
presidencia de la República.
Que a la oposición en México no le pase lo que a la venezolana.
Por lo demás, olvídenlo: no hay Plan B.