Una confesión/Felipe de J. Monroy
Una confesión
Sesenta y tres páginas de una denuncia que es, en el fondo, una confesión sobre cómo un privilegiado operador financiero vive el empíreo de la trepidante política mexicana. Esta semana fue divulgada la relación de hechos que Emilio Lozoya Austin entregó al fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, como parte de su ‘colaboración’ con la justicia en la lucha contra la corrupción del pasado inmediato en México.
El contenido es una narrativa llena de nombres y datos de operaciones bancarias que intentan revelar la sencillez con la que todo el sistema político mexicano (desde una campaña electoral hasta la configuración transexenal de un acuerdo de intereses) busca y se deja corromper por el dinero de grandes potentados empresariales.
A inicios de la semana, un video también filtrado, mostró anticipadamente lo que Lozoya relata en su confesión: la entrega de dinero en efectivo a líderes políticos para que la legislación mexicana favorezca escenarios de intereses e influencia económicas internacionales.
Por supuesto, las reacciones de las personas señaladas o involucradas en el relato han sido las esperadas: atenerse a las pruebas y a las denuncias formales que, mediante delitos tipificados por la ley, les convoquen oficialmente ante las autoridades judiciales. Hasta entonces comenzará la guerra de abogados y estrategias.
La denuncia-confesión, sin embargo, se ha convertido en lo que no sólo la Cuarta Transformación sino buena parte de la ciudadanía mexicana esperaban en gran medida como satisfacción sobre la evidencia del andamiaje de corrupción sistémica durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña. Fuera de los intríngulis legales, la mera relatoría tranquiliza la conciencia de quienes eligieron el cambio de régimen en 2018, sin estar del todo convencidos por la personalidad de López Obrador: No había otra opción en la boleta electoral, cualquiera de los otros candidatos dedicaría algo de sus esfuerzos presidenciales en acallar o distraer este entuerto de compromisos e intereses.
Porque, más allá de los delitos que deberá formalizar y perseguir la fiscalía, lo que en el fondo revela la confesión de Lozoya es el verdadero perfil y las funciones laborales de un servidor público de primer nivel: sus relaciones de poder precedentes y útiles para el régimen en turno, la capacidad de hacer operaciones ilícitas sin chistar ni preguntar, la cantidad de esfuerzo físico y mental que deben ponen en operaciones paralelas y en ocasiones en detrimento de los bienes de la nación, la obediencia ciega a sus superiores; pero, sobre todo, la ignominiosa carencia de principios, valores o ideologías.
Todo es interés, todo es eficiencia, todo es dinero. ¿Cómo podrían comprender estas personas el sentido de las palabras ‘bien común’, ‘justicia’, ‘deber’ o ‘servicio’? Los personajes en las primeras posiciones de la política mexicana mencionados por Lozoya parecen más bien entender y vocear los versos de Guillermo Prieto: “Está México en venduta, / vamos, se va a rematar […] señores, ¿no hay quien dé más? / Hay muchos interesados / que no temen el pujar”.
Quizá sin pensarlo mucho, la misma confesión es una extensión de sus perversos oficios. Lozoya pide a cambio de la acusación a terceros “que me proporcione una salida alterna respecto a los procedimientos que hay en mi contra y en contra de mi familia”. Él mismo confiesa que se llevó parte de las millonarias operaciones que le instruyeron hacer y, a pesar de todo, tiene herramientas para buscar esa ‘salida alterna’ en la justicia mexicana.
Hay por lo menos catorce nombres en esa denuncia que en los próximos días también harán uso de sus propias herramientas, sus oficios y agentes aliados para encontrar una salida a las acusaciones. Quizá libren el ejercicio de la justicia, pero la confesión de Lozoya ha dejado una narrativa tan anhelada que la certeza del pasado corrupto alcanzará varios procesos electorales futuros.