Tiempos de reconsideración/Julio Santoyo Guerrero
Incluso cuando las teorías son consistentes y poderosas en su vínculo con la realidad la acción que en función de ella el hombre emprende no siempre tiene asegurado el éxito. Las teorías más completas y serias siempre incluyen un modelo de revisión que coteja propuestas y resultados. Si los resultados no son los esperados o claramente son contrarios a lo proyectado la metodología obliga a la revisión. Y obliga éticamente a los políticos a ejercer la autocrítica. Sin este último elemento la acción política camina a ciegas y muy probablemente al fracaso programático y a la derrota política.
El 1 de julio de 2018 la mayoría de los mexicanos votaron por una proyecto y una persona que les aseguraba transformaciones que se habían venido posponiendo con consecuencias negativas para la gobernabilidad, la economía, la democracia, la confianza y la credibilidad en las instituciones de la república. Quien ganó las elecciones catalizó con habilidad los sentimientos de frustración, repudio y la esperanza de una verdadera transformación.
A un mes de que se cumpla un año del gobierno elegido por el sentimiento de la esperanza, los protagonistas de este parecen empeñados en tirar por la borda la confianza en ellos depositada. Las frases con las que pusieron en marcha su campaña y galvanizaron el ánimo de los electores comienzan a sonar vacías y llenas de contradicciones. Lo más delicado es que muchos creen a pie juntillas ─con religiosidad─ que con ellos se arribó al reino de la verdad absoluta y que cualquier crítica sólo se puede originar en el ánimo conservador, entre los enemigos de México y hasta, han dicho sin probarlo, en el golpismo. La crítica les motiva a la victimización para desviar el debate nacional sobre el fondo de los problemas. Cada vez que se ve comprometida la solvencia del gobierno se construye una narrativa apocalíptica. El maniqueísmo ha suplido la capacidad autocrítica de algunos protagonistas del gobierno.
No han considerado que a las frases de campaña no les siguió una construcción conceptual y programática que perfilara un proyecto de nación congruente que se antepusiera y superara al que se criticaba. No se dio ese paso, se ha privilegiado eso sí la creatividad propagandística que se soporta débilmente en un discurso minimalista que rápidamente se está agotando. Los hechos son la frontera inmediata que todo discurso se ve obligado a alcanzar para bien o para mal. Y en el caso del actual gobierno los hechos están ahí, y pintan para mal.
La economía, la seguridad, la salud, el medio ambiente, la ciencia y la cultura, la cuestión energética, el campo, la gobernabilidad, la libertad de expresión, la migración, la integridad democrática, son entre otros, temas que han encendido luces rojas. Que si bien no calificaban con excelencia en el pasado, y que su atención suponía esfuerzos complejos, a la distancia de los 11 meses transcurridos en lugar de corregirse se han degradado. Es decir, los resultados son de medianía, califican de panzazo o claramente han caído en el terreno de lo negativo. Pero en el fondo el mayor déficit que enfrenta el gobierno está en el campo de la autocrítica.
Asignar de manera obsesiva culpas al pasado, a personajes demonizados, a la prensa, a los opositores, más allá de la objetividad, y no reconocer los errores propios derivados de valoraciones imprecisas, información tergiversada y juicios improvisados, está llevando al gobierno a una condición vulnerable y de extremo riesgo. Hasta los santos pierden credibilidad cuando los creyentes claman su intervención frente a hechos duros que no se ven mitigados.
Poco a poco se va minando la credibilidad de los mexicanos y las vastas reservas de esperanza que sirvieron de soporte para el sueño de la transformación pueden terminar agotadas por el desencanto. Esta tendencia que ya está pintando puede resultar en una de las más lamentables pérdidas que pueda sufrir el hasta ahora furor participativo en pro del cambio y que tanto necesita México.
La urgencia de la reconsideración no puede ser aplazada. La autocrítica debiera imponerse como la estrategia central para el ajuste de la política pública y el estilo de gobernar, sobre todo viniendo de un movimiento que se pretende de izquierda. Seguir al ritmo que hasta ahora se está caminando profundizará las contradicciones del gobierno y ampliará los espacios de fracaso, al punto en que la propaganda de nada servirá para modificar la percepción pública y obtener la gracia de la ciudadanía. ¿Qué puede hacer la propaganda ante la monstruosidad antidemocrática de Bonilla? ¿Hasta dónde se puede mitigar el desfiguro de las peores prácticas que operaron algunos de Morena en su elección interna? ¿Cómo sanar los errores de conducción económica?
De no asumir la autocrítica será entonces la vía para perder la gran oportunidad de cambio que reclamaban los mexicanos, también podría ser el anticipo de una etapa dominada por el desencanto y la desilusión. Todo depende de poner en juego la capacidad autocrítica y abandonar el estilo altanero y reventador con que se está gobernando. Fue suficiente un año para comprobar, por los resultados, que la manera en que se gobierna, no es la adecuada. ¿Qué esperan para cambiar?