Supremacía constitucional y dictadura
Aprobaron darse todo el poder, sin ningún límite y sin ningún control. Sabiendo que tienen mayoría calificada -para efectos prácticos da lo mismo que la hayan obtenido con ilegal sobrerrepresentación y corrompiendo senadores-, establecieron que las reformas que hagan a la Constitución no puedan ser controvertidas de ninguna manera, ni por amparo, ni por acción de inconstitucionalidad, ni por controversia constitucional. “Por encima de nosotros, nadie; por abajo, todos”.
En otras palabras, fueron infinitamente generosos consigo mismos: se autoasignaron la supremacía formal dentro del régimen político para que no pueda revisarse lo que hagan en su carácter de Constituyente Permanente. Por supuesto, la supremacía real es de quien les ordena qué y cómo votar.
Cuesta creerlo por las enormes consecuencias de la reforma, pero en realidad hicieron esa modificación radical del régimen político para resolver una disputa en curso. Quieren dejar sin materia las acciones y controversias que admitió la SCJN sobre la reforma judicial, así como los amparos que han dado pie a suspensiones. El objetivo de sabotear los juicios interpuestos es explícito, así lo dijeron senadores oficialistas en el debate y, por si hubiera duda, pusieron en un transitorio la orden de sobreseerlos. Manipularon la Constitución para inclinar la balanza en un diferendo jurídico que se está dirimiendo por sus cauces legales, siendo parte interesada.
Si presentaron la iniciativa es porque reconocen la posibilidad de que las reformas constitucionales pueden ser revisadas por mecanismos e instancias de control. De ahí su urgencia por aprobarla fast-track. Saben que la reforma judicial es vulnerable debido al procedimiento atropellado que impidió la deliberación democrática y conculcó derechos de las minorías; fue tan desaseado que ni siquiera pueden comprobar que se cumplió el quórum en el gimnasio donde la aprobaron. Y respecto al contenido, es contraria a elementos esenciales del núcleo constitucional como la división de poderes y el respeto a derechos humanos que deben ser garantizados por juzgadores profesionales, capacitados e independientes.
Es verdad que retiraron partes escandalosas de la reforma supremacista, pero la médula del retroceso prevaleció. Si bien dejaron el control de convencionalidad que da fuerza constitucional a los tratados internacionales, éste no sería aplicable en reformas a la Carta Magna, lo mismo que la progresividad de los derechos humanos ni el principio pro persona, también contenidos en el artículo primero, pues no habría manera de hacerlos valer en virtud de su inatacabilidad.
Tienen razón quienes apuntan que, en caso de que aprobaran la esclavitud, no habría forma de echarla abajo. Sirve el ejemplo extremo, no porque se piense que eso va a suceder, sino para caer en cuenta que, si eso es posible, cualquier cosa lo es. El grupo en el poder se ha cansado de demostrar que carece de autocontención y suele extralimitarse. Es inaudito que la consejera jurídica de la Presidencia se atreva a pedir autorización al Congreso para que Claudia Sheinbaum desacate una resolución judicial y, todavía peor, que el Poder Legislativo le otorgara el permiso. Algo similar ocurrió con los capturados INE y TEPJF. Si no tienen facultades, se las inventan.
Aunque solo representan al 54% de los electores, dicen actuar por mandato del pueblo como si el otro 46% no fuera parte de él. Con esa declaración demagógica se otorgan un cheque en blanco para modificar la Ley Suprema en solitario con el propósito de concentrar el poder y perpetuarse en él. A la imposición unilateral de los deseos del bloque mayoritario, ignorando a la pluralidad y sus derechos, se le conoce como Dictadura de la mayoría; pero este término resulta un tanto engañoso porque el Legislativo está sometido al Ejecutivo y están empeñados en someter al Judicial. La dictadura es, en realidad, de quien impone su voluntad personal en el nombre del pueblo.
Van por el poder absoluto para concentrarlo en unas manos. Están decididos también a cambiar las reglas del juego de la distribución del poder para garantizar su continuidad con mayoría hegemónica en elecciones inequitativas y controladas desde el gobierno. Ya nadie puede llamarse a engaño.