Retando a la muerte/Julio Santoyo Guerrero
Retando a la muerte
Julio Santoyo Guerrero
En una época en que las sociedades han normalizado la creencia de que lo importante no son los hechos sino las interpretaciones, la pandemia como evento ha sido reducida a esa condición de relativismo. Solo existen pues las opiniones, no el hecho. Entonces solo hay múltiples verdades sobre el origen, evolución e impacto del Covid-19. Por ello, las conductas que para algunos son irresponsabilidad cuestionable para otros son simple y llanamente ejercicios de la libertad.
Que este relativismo imposibilite la actuación sincrónica de la sociedad para protegerse de la pandemia es sólo la consecuencia lógica de esta diversidad de concepciones. Esta manera de actuar, sin embargo, no es exclusiva de naciones como la nuestra, ocurre en Europa, en Asia, en Estados Unidos. La diversidad, es decir las interpretaciones, no solo se alumbran en la sociedad también se promueven desde los gobiernos. La Organización Mundial de la Salud ha batallado particularmente con la heterogeneidad de las políticas gubernamentales locales y en muchos casos ha terminado clamando cual voz en el desierto.
Cada gobierno, cada grupo social, ha construido una coraza de creencias sobre el Covid-19 y desde ahí buscan actuar frente a la enfermedad. La eficacia es secundaria, lo trascendente es la popularidad subjetiva de la creencia. El hecho mismo, la valoración científica, no son lo más relevante. Lo decisivo es la respuesta singular de cada persona y de cada gobierno, o sea, la eficiencia se representa en la relación satisfactoria entre creencia y actuación, aunque con ello invoquen la muerte. Por eso la fiesta, el consumo y la muerte se nos aparecen como indisociables y con ello nos damos por satisfechos.
Mientras en el Edad Media las procesiones de "flagelantes" iban de ciudad en ciudad llamando al arrepentimiento, con la creencia de que el pecado había roto la paciencia divina y desatado el caos -y también contagiando de peste bubónica a los pobladores que limpiaban su sangre-, en los días que corren los ciudadanos de la segunda década del siglo XXI van por las calles y lugares públicos reclamando el ejercicio de su libertad, su derecho a practicar la creencia negacionista y en muchos casos amparados por sus propios gobiernos. En esta pandemia no se reclama el retorno al orden, a la creencia, a la unificación de conductas moralmente probas, se reclama la infinitud del caos, el valor subjetivo de cada persona por encima del bien común. Ahora se reta a la muerte desde la no creencia y desde una interpretación suicida de la libertad.
Estamos siendo víctimas de nuestra propia trampa. Desde la época de la Revolución Industrial hemos establecido una relación perturbadora entre salud y economía. De manera concisa hemos subordinado la salud al vertiginoso ritmo de la economía, de la productividad. Consentimos en que la salud es para la producción y el consumo y solo en esa dimensión y trayecto aceptamos que debe agotarse la vida, por eso nos parece tan normal que debamos morir antes que dejar de producir. Es tiempo de que nos preguntemos si esta premisa es correcta, ¿es que no hay una filosofía de vida alternativa?
Tampoco la tecnología nos ha ayudado gran cosa. De hecho la pandemia misma es la consecuencia de su fracaso pero ha contado con nuestro acrítico regocijo y fascinado espíritu. La tecnología nos ha marcado una forma y ritmo de vivir, dependemos cada vez más de ella. Hemos apostado todo nuestro futuro a sus virtudes y nos hemos quedado sin cartas propias, humanistas. Cuando más hemos necesitado de alternativas racionales para poner en paréntesis el relativismo de la interpretación de los hechos, la tecnología se ha encargado de hundirnos más. Lo que hemos llamado cándidamente la democratización de la comunicación, que ha venido con las tecnologías de la información, lo que en verdad hemos promovido es la democratización de la estupidez humana (lo diría Carlo M. Cipolla), con las consecuencias públicas que estamos viendo.
Esta "democratización" de la opinión pública, a la vez que ha dado voz casi a quien lo quiera, ha carcomido la razón del consenso tradicional debilitando así la capacidad de respuesta de los propios gobiernos. Por esta razón es que pocos gobernantes han tenido la visión superior (de estadista le dicen) de asumir los costos políticos para hacer prevalecer el bien público, la vida de todos, tomando medidas para salvar, ¡incluso! la vida de los que "libremente" quieren caminar hacia la muerte. Tienen miedo a perder la popularidad frente a los nuevos consensos que se construyen ordinariamente desde las plataformas cibernéticas.
Es muy pronto para mirarlo, pero la pandemia se levanta ya como un mazo que golpeará los discursos relativistas y los populismos políticos, alimentados desde la comodidad de este pragmatismo subjetivista. La humanidad tenderá, más temprano que tarde, a buscar acomodo y justificación en filosofías de vida que otorguen un valor sólido a los hechos, sobre todo a los hechos construidos por la ciencia y que le den mayor sostenibilidad a la humanidad. Deberá también caminar hacia la constitución de valores políticos firmes que le permitan asegurar la vida de los individuos, de las sociedades y a descartar la credulidad y los banales ideologismos como opciones para construir el futuro.
El dolor y la pena por los cientos de miles de muertos en el mundo y por los más de 118 mil en el país debe movernos a un mundo mejor. Debemos levantarnos con la certeza de dejar en el camino lo que nos ha demostrado que no nos sirve para vivir. ¡Ojalá tengamos lucidez y fuerza para ello!