Poder y medio ambiente

La vulnerabilidad del derecho humano a un medio ambiente sano proviene de una causa bastante evidente: el poder del dinero y el poder político. El interés económico que mueve la voluntad y codicia de quienes solo ven mercancías en la naturaleza constituye, hasta ahora, una fuerza casi imparable.
El hecho de que el estado de la salud ambiental camine hacia el deterioro continuo, a pesar de las promesas de quienes gobiernan de hacer efectivas las leyes y de orientar en el discurso el desarrollo hacia la sostenibilidad y a pesar de la resistencia de la sociedad, confirma una cosa, que hay una franca simulación y que el poder del dinero termina imponiéndose.
Las advertencias, bastante fundadas, de las ciencias y de los organismos internacionales competentes, acerca de los graves riesgos planetarios que conllevan las prácticas destructivas, son echadas de lado para garantizar el dinamismo de ciertos indicadores económicos que han crecido gracias a esa destrucción.
Los argumentos alternativos de que, a la larga como en verdad lo es, la dinámica económica que supone el daño a los ecosistemas terminará siendo más costosa, son desechados porque se privilegia la inmediatez. Las prácticas productivas tradicionales ecocidas suelen representar para la mayoría de las naciones la fuente más importante de su riqueza.
Lo cierto es que algunas de las actividades productivas sustancialmente están diseñadas para expoliar la naturaleza y ocasionar desequilibrios fatales ya difíciles de revertir en su impacto global. Ciertas actividades como la minería, los monocultivos que crecen a expensas de bosques y selvas, el uso de combustibles fósiles que mueven la mayor parte de la economía mundial, el crecimiento de infraestructuras sin control de impacto ambiental, siguen avanzando, reproduciendo modelos tecnológicos divorciados de los entornos naturales.
Pareciera paradójico que de manera simultánea se sigan aprobando leyes y normas que buscan regular tales actividades. Como si los sentimientos de culpa de los grupos gobernantes urgieran a los sistemas legislativos para disponer de medios para lavarse las manos y la cara; para que con ellas puedan decir a sus gobernados y a la comunidad internacional que son congruentes con el discurso de la defensa del medio ambiente.
Y la verdad es que del todo no se trata de falta de leyes sino de voluntad y capacidades para modificar o cancelar la ruta de la productividad suicida. El poder que se ha instituido a partir de actividades productivas contrarias a la preservación de la naturaleza no tendrá, bajo este considerando, la voluntad de sacrificar sus ganancias para corregir o por lo menos mitigar el daño ocasionado.
Se quedará, en todo caso, en la expresión de una narrativa con pinceladas verdes porque en la clase política gobernante predominan quienes han hecho fortuna arruinando el medio ambiente.
Si se pudiera identificar y seguir la huella ecocida de los negocios y capitales de nuestros políticos encontraríamos en el poder ejecutivo, en el legislativo y en los gobiernos municipales una lista abrumadora de personajes metidos en la minería, la promoción de energías sucias, aguacateros que hicieron cambio de uso de suelo, frutilleros que le roban el agua a los pueblos, constructores de hoyas ilegales, perforadores de pozos también ilegales, o vendedores de agroquímicos nocivos para la naturaleza.
Por esta razón es que no hay ni habrá voluntad real y contundente ni siquiera para frenar lo que aún nos queda de bosques y sus ecosistemas, aguas y tierras fértiles. Y no habrá porque la voluntad y protección de ese poder apunta en otra dirección, a la cuna de donde provienen los capitales que apuntalan el poder de quienes nos gobiernan.
El poder detrás de esta economía, abalanzada sobre lo que nuestro ego llama recursos naturales, es cuantioso y cuenta con operadores políticos en los ámbitos gubernamentales que son vitales para que sus negocios prosperen y sean protegidos. La vulnerabilidad de los defensores ambientales proviene de este poder el cual los mira como enemigos de su manera de hacer ganancias.
Sin embargo, este poder solo puede imponerse en la inmediatez, pero con costos que al paso del tiempo son cada vez mayores porque el daño que comienza siendo local termina siendo planetario y con resultados adversos para el resto de la humanidad. Al paso del tiempo y por el daño planetario la respuesta social tenderá a ser cada vez más enérgica incluso frente a los gobiernos. Al menos que las sociedades acepten mansamente seguir caminando hacia el abismo.