Pie de foto/Adán García
El miedo a viajar
Era un viernes cualquiera. Desde lo alto de ese lugar se domina una espectacular vista panorámica de la Tierra Caliente y, en la plaza principal, se observa a las familias disfrutar ver caer la tarde, con vaso de fruta en mano, un elote o cualquier garnacha típica en los pueblos de Michoacán.
A unos metros yace un viejo templo, jubilado y en estado ruinoso, pero poderosamente atractivo por su historia y estilo arquitectónico, el cual fue desplazado por una iglesia más moderna y extensa, que por décadas ha atraído a miles de feligreses cada año, procedentes de todo el país durante la fiesta patronal.
En el atrio, niños y adolescentes se divierten sanamente. No traen dispositivos móviles ni se distraen en otra cosa, que no sea el del juego de la ronda – que yo creía extinto -. De fondo se escuchan canciones que alaban a Dios. El sonido sale de pequeñas bocinas ubicadas en todos los frentes del templo.
Todo ese apacible escenario inspira tranquilidad y paz. Hasta que, de pronto, llegan varias camionetas de distintos modelos, con decenas de hombres fuertemente armados, varios de ellos jóvenes, quienes de inmediato se dispersan y sitúan estratégicamente en cada porción de la plaza y las calles. Hacen suyo, y solo suyo, el espacio.
Sus manos empuñan intimidantes rifles automáticos, a simple vista de grueso calibre, mientras que, en las fornituras, los cargadores y balas se mezclan con armas cortas. Botas tácticas y chalecos blindados son parte de la “armadura”. En su mayoría portan gorras y, la marca de una organización criminal decora las prendas de algunos de ellos.
Como turista o visitante la escena resulta aterradora. El miedo invade rápidamente cada poro y el cuerpo comienza a sudar frío, a temblar. En automático, la mente activa ciertos mecanismos de defensa – endeble, pero defensa al fin -, como el tratar de actuar normal y evitar mirar el rostro o los ojos de los pistoleros, y hacer un esfuerzo por ordenar las ideas para pensar en cómo emprender, sigiloso, la retirada y salir ileso.
Los segundos se alargan y el silencio se apodera de uno, aunque en esos casos hablar o callar puede generar el mismo resultado. Los foráneos, aún con etiqueta de viajeros, pueden resultar sospechosos para quienes tienen bajo su responsabilidad cuidar el control del territorio, más aún si no son fechas para celebrar al santo patrono. Los gatilleros quizá ya distingan a quienes representan o no una amenaza, pero en esa situación las garantías simplemente se esfuman.
Refugiarse ante la policía local, impensable porque, simplemente, no existe. Han sido desplazadas por los escuadrones que todavía hoy en día imponen su ley en no pocos pueblos de la entidad. Una base militar queda a solo media hora, pero ni eso inhibe a los pistoleros.
Ante ellos, la gente de las comunidades ya no se inmuta. Se han habituado a vivir y a convivir con ellos. Ya son parte del paisaje y no ha habido fuerza que les haga frente. Por eso, cuando Estados Unidos o Canadá emiten una alerta para no viajar a ciertos territorios del país, invariablemente siempre aparece Michoacán, que es el segundo estado en cantidad de asesinatos, solamente debajo de Guanajuato.
El problema está en que, esas alertas no enfocan solamente a las comunidades o ciudades donde existe una situación latente de riesgo, es decir, no distinguen con mayor calibración las zonas de peligro, sino que manchan prácticamente todo el mapa estatal. Disparan un escopetazo que mata, no solo al objetivo, sino a otros de su entorno.
El problema está en que, en tanto el Estado mexicano no articule una estrategia rectora que permita recuperar plenamente los espacios arrebatados por grupos armados, al grado de que son estos quienes suplantan la presencia de la autoridad, el miedo a viajar a determinadas zonas no se irá. Vivirá entre nosotros, haya o no alertas que nos adviertan del riesgo.
Yo no la ocupo. Como visitante no regresaría a exponer la vida a un lugar donde la ley se somete al poder de un cártel que está a la vista de todos, como otra panorámica en el paisaje.
Cintillo
Si Yarabí Ávila logra, como rectora, implantar un método eficaz, confiable y seguro de elección abierta a toda la comunidad de la UMSNH para elegir a su sucesor o sucesora dentro de cuatro años, pasará a la historia, ya no como la segunda mujer que llega a ese puesto, sino por democratizar el ya obsoleto proceso donde un grupo de “notables” define.