Paradoja civilizatoria
Existen preguntas que tal vez nunca quisiéramos hacernos. Preguntas que comprometen nuestra estabilidad existencial en una sociedad fundada en mitos de algodón.
En ninguna etapa previa de la vida humana habíamos tenido tanta ciencia, tanta tecnología, tanta producción y tanta egolatría sustentada en los alcances del poder de la razón. Es firme aún la certidumbre de que frente a las más grandes adversidades siempre habrá o se creará una alternativa que las resuelva para que nuestras vidas continúen.
Hemos rebasado los límites naturales que se le imponían a nuestra especie para crecer demográficamente, para expandirse a casi toda la geografía y escalar sus esperanzas de vida. Estos hechos han fortalecido la creencia en una civilización indómita y lanzada hacia un futuro cierto e infinito.
Sin embargo, este crecimiento que se quiere percibir como progresivo, no ha venido acompañado de una evolución social en la que la moralidad y la espiritualidad constituyan lazos de cohesión para garantizar la paz, para establecer una relación ética con la naturaleza, o para realizar el sueño de la
igualdad y la fraternidad entre humanos.
El rasgo más destacable de la sociedad moderna es el hiper consumo. De él se derivan los valores que le dan sentido a la vida actual. El ciudadano reconocido es el que consume y vive produciendo para el consumo más allá de la saciedad y la necesidad vital.
El sueño del productivismo y del consumismo de nuestras economías es lograr que los 8 mil millones de humanos alcancen una cuota dinámica de consumo. El problema es que no se ha considerado el pequeño detalle de que el mundo del que provienen los insumos para sustentar este vertiginoso crecimiento es finito, es decir, que terminará por agotarse.
En ese sentido, sin que queramos percatarnos, estamos caminando hacia una paradoja que ya comienza a anunciar su gravedad. Por un lado, tenemos la ruta del productivismo cuyo complemento inseparable, el consumo, ha generado un estilo de vida ético, político y económico, que es el estilo moderno de la civilización, que si se llegara a paralizar colapsaría las estructuras de poder y creencias que se han instituido. Del otro lado, tenemos la ruta del agotamiento de lo que vanidosamente hemos llamado recursos naturales y el deterioro planetario de los ecosistemas en los que vivimos y que hemos despreciado como si hubiéramos superado nuestra condición biológica.
Hasta ahora la ciencia y la tecnología han salvado a la humanidad de una crisis absoluta por hambre y enfermedad. Mayor productividad de la tierra para más alimentos, respuesta más rápida para contener y derrotar pandemias. Mejor calidad de vida con nuevos medicamentos. Pero, a la vez, incapacidad para
generar mejores gobiernos que resuelven con eficacia la gobernabilidad, la paz mundial, la justicia y la fraternidad entre pueblos.
Si ponemos en una balanza lo que nos queda de naturaleza y lo que se está consumiendo, a simple vista, la percepción es de espanto. La finitud de los recursos no está demasiado lejos, como tampoco está lejano el paisaje de un planeta dañado que anuncia una vida penosa para todas las especies.
La paradoja pone en evidencia la ausencia de una política civilizatoria fundada en los equilibrios y en la armonía. Seguimos tomando de la naturaleza cantidades superiores a la capacidad de regeneración que ella tiene y también superiores a las capacidades científicas y técnicas para regenerar.
Seguimos a pie juntillas la máxima del pensador Francis Bacon de que a la naturaleza hay que dominarla para apropiárnosla, 400 años después no hemos recapacitado en que el estado de la naturaleza determina la vida de nuestra especie y que el valor máximo del progreso debió haber sido el respeto a ella.
La paradoja se agudizará a niveles extremos en los próximos años porque la dinámica económica y el sistema de hiperconsumo que la determina no abandonarán los elevados niveles de rentabilidad y porque las tibias acciones de la economía denominada verde apenas gatea frente a un robusto productivismo de pies fuertes y ágiles. Pero, además, porque las élites gobernantes obtienen su
poder en gran medida de su colaboración con ese modo de producir y consumir.
Lo que sí veremos, y que ya se está viendo, es la toma de decisiones de política ambiental coyuntural pero superficial para enfrentar las crisis que brotan aquí y allá, derivadas de problemáticas como el cambio climático, la escases de agua, la pérdida de áreas forestales, la contaminación de aguas y aire o la extinción acelerada de especies.
Para evitar que la paradoja nos reviente en las manos a todos, y tengamos de plano una crisis civilizatoria, es preciso que las acciones coyunturales dejen de serlo para que en su lugar se adopten políticas globales y locales que se anticipen a las tendencias que ya se dibujan en esta paradoja. Para lograrlo se necesita una sociedad bien informada y con conciencia de esa realidad que exija a los gobiernos la toma de medidas ahora.