Opinión/Julio Santoyo Guerrero
La lección que con sangre entra
Julio Santoyo Guerrero
La prudencia, la cordura, la paz, la conmiseración, la compasión son palabras que en los tiempos actuales parecen estar a la deriva. No vivimos tiempos edificantes que digamos.
Por aquí y por allá escuchamos en estos días una frase reiterativa: “no hemos aprendido nada”. Con seguridad es la misma frase que han expresado las generaciones que han poblado el planeta.
La humanidad libra desde tiempos remotos dos guerras: una contra los otros de su misma especie y la otra contra la naturaleza.
La destrucción de la naturaleza, cuyo significado es la aniquilación de lo otro, y la guerra que es el medio para el exterminio de los otros, son fenómenos con los cuales se solaza la especie humana y por eso los reedita una y otra vez.
El afán destructivo en su eficacia solo conoce el límite de la técnica para hacerlo. Con beneplácito se pasó del hacha a la máquina corta árboles, del zapapico para la excavación minera al TNT para abrir la tierra; de la espada para degollar adversarios a la cámara de gases; de la caballería al uso del poder atómico.
Hay algo en la condición humana que se resiste a dos normalidades que la civilización pretende alcanzar y que deben ser constitutivas de nuestra cultura: la normalidad de la paz con el otro (los humanos) y la normalidad de la paz con lo otro (la naturaleza).
En la humanidad son reiterados los episodios de fascinación por el lenguaje violento de los tiranos, como si los grupos sociales compartieran la satisfacción por el dominio de los demás; es una fascinación semejante a la que ocasiona la destrucción de lo otro que encuentra justificación en el progreso y en el desarrollo de la técnica: el sometimiento y mercantilización de lo salvaje.
La historia de la violencia de la humanidad deja sin brillo otras historias. Es más, las otras historias suelen, en su dinamismo, estar subordinadas a la impetuosa fuerza de la violencia.
Ha habido quienes, de buena fe, han querido creer que se viene constituyendo una suerte de conciencia universal en la que comienzan a dominar los valores empáticos; que no han sido en vano las catástrofes humanas y naturales y que de ello provendría un impulso hacia la solidaridad, la colaboración y la paz mundial. Sin embargo, la realidad, una y otra vez, nos indica que retornamos al mismo lugar. ¡No hemos dejado de ser tan violentos o destructivos como nuestros ancestros!
Sólo al final de las guerras y las catástrofes naturales, cuando los impulsos humanos se han desgastado por la perseverancia en el caos, y ya es evidente la fatiga de naciones y gobiernos, solo entonces se habla de la paz y la reconciliación con la naturaleza, y es cuando se han escrito páginas que todos queremos llamar luminosas y memorables, cuando en realidad solo representan la tregua para reemprender una nueva y feroz devastación. Ese es nuestro ciclo, que cumplimos de manera puntual como si a ello estuviéramos condenados por alguna entidad que nos trasciende.
Desde que estamos en el planeta como especie pensante ¿cuántas civilizaciones han colapsado por la destrucción de su entorno natural, cuántas otras se han arruinado y desaparecido por obra de la guerra? Quienes saben de esto podrían escribir numerosos volúmenes. De algo de esto se habla en las escuelas y existe material abundante en la internet. Pero ello no parece ser suficiente para impedir que nuestra inclinación hacia la muerte y la violencia se extinga.
En efecto, no hemos aprendido nada, es más hemos arreciado la velocidad autodestructiva. La paradoja de los factores que activan nuestro progreso nos coloca en una fatalidad absurda. Tenemos más ciencia y sorprendente técnica, pero todo ello no nos asegura la sobrevivencia como especie, esa ciencia y esa técnica por el contrario son los instrumentos de nuestra propia destrucción y vía para nuestra desgracia.
En esta paradoja la ciencia y la técnica ofrecen las mejores armas para el aniquilamiento humano y también los medios más eficaces para la destrucción del entorno natural. Puede reclamarse, y con razón, que no es culpa de la ciencia y la técnica sino de la ética de quienes toman decisiones. Muy cierto, pero y quién se hace cargo de la ética de los que toman decisiones, ¿qué o quién nos protege de los demonios que moran en el alma de los que nos gobiernan … e incluso de los semejantes y… ¡de nosotros mismos!?
Son tiempos oscuros. Más oscuros aún porque ya sabemos que no está escrita ninguna garantía de que la humanidad conocerá el paraíso. Tendremos entonces que apelar al corazón de cada uno, a la ética y a los valores de cada uno pueda asumir; una apuesta que suele tener éxito justamente en tiempos adversos, cuando se vive al límite. Esa apuesta se llama esperanza en nosotros y los otros. Es la esperanza de que, al menos por cierto tiempo, se quiere aprender la lección de la historia y escribir otra página encomiable.