Opinión/Felipe de J. Monroy
No hay que ser ingenuos, cada campaña electoral es una simulada batalla de contrastes. La finalidad de cada estrategia de partido es hacer parecer que existen diferencias entre opciones políticas, incluso allí donde no las hay. La mercadotecnia intenta ocultar esta verdad; pero natural y regularmente emerge entre cancioncitas y spots televisivos de la siguiente forma: “voto masivo, voto homogéneo, voto parejo” que no es sino la petición al respetable de que ofrende su voto de manera irracional e irreflexiva.
Cuando las campañas políticas llegan a este lugar común sólo puede significar una cosa: el fin se ha hecho más importante que los medios y la estrategia postra a las personas que se ven reducidas al cumplimiento formal de ser individuos. Las autoridades electorales contabilizan 20 mil 292 puestos de elección popular que se disputan este año entre una pléyade incontable de candidatos para representar a sus comunidades. El principal engaño en la polarización política es la negación de la persona y su circunstancia; por ello no sorprende que hoy existan narrativas y argumentaciones que pretenden simplificar al absurdo el proceso electoral.
Tanto intelectuales de probada astucia como ciudadanos de simpleza pasmosa caen en esta trampa asumiendo que sólo hay dos o tres vías; cuando es claro que, por lo menos cada mexicano debe reflexionar su voto analizando quince o veinte aspirantes distintos, personas completamente distintas, perfiles que -al final- hablarán en nombre de la comunidad.
Los votantes saben y precisan su necesidad; diría Revueltas: la palpan, la viven con todos sus sentidos, la asumen lúcida y apasionadamente. Pero una vez que asumen la fantasía maniquea del mercado político, funden su necesidad con su libertad sin darse cuenta de que así anulan las dos: Se someten a la libertad como a una sentencia de exilio político. Regalan la única voz que tienen para que, aunque clamen a gritos su desesperada condición, los planes continúen ignorándolos.
Los polarizados, polarizan. Simplifican al extremo la complejidad de un proceso político tan demandante como la democracia. Exigen al resto que asuman una acción -más que una actitud- porque a su propio pensamiento le han puesto fronteras. La batalla por el contraste político, por tanto, ya no se hace entorno al objeto histórico (la realidad y circunstancias del pueblo) sino sobre el supuesto metafísico que puede ser endulzado o endemoniado tanto como la mercadotecnia y la mentira lo permitan.
Los polarizados entregan a las ideologías los dramas y las necesidades reales ajenas mas no las propias. El aparente destino del prójimo se hipoteca a fuerzas políticas en movimiento que pueden realizarse o no, que pueden vencer o ser vencidas, que pueden perdurar o desecharse bajo las cenizas de su historia; mientras, por el contrario, la satisfacción del polarizado llega antes del atardecer, incluso en ocasiones es inmediata en forma de recompensa moral (o económica) por exhortar a lo útil, a lo pragmático.
Decía Goethe que muchas veces ‘no comprendemos qué tan humanos somos’ porque el pragmatismo político suele reducir a la persona humana a un diminuto eslabón en el interior de una larga secuencia cuya funcionalidad se limita a la resolución de un problema técnico central, en concreto: votar sólo para que otros obtengan o retengan el poder.
Es cierto que nuestra particular historia está llena de episodios políticos que parecen sólo haber dejado desesperanza, desaliento y frustración; pero el fracaso de los regímenes no es el fracaso de los ideales, allí es donde una altísima dignidad humana (tanto en su naturaleza como en su conciencia) está convocada a ampliar el horizonte y renovar paisajes, principalmente encontrando a las personas dónde están y tal cómo son; despojándonos de paso, de colores y banderines vacíos.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe