Opinión/Felipe de J. Monroy
Entre el alud de noticias cotidianas parecía escabullirse la sanción que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) impuso al siempre provocador Gerardo Fernández Noroña, debido a los insultos y llamados a la agresión realizados por el legislador contra la diputada federal Adriana Dávila; pero el asunto merece que le prestemos toda la atención porque en él se juega buena parte del escenario democrático futuro.
No es una exageración. La denuncia contra Fernández Noroña surge tras una serie de insultos y llamados a la agresión física contra la diputada en octubre pasado; el TEPJF resolvió y confirmó que el legislador debe ofrecer una disculpa pública y cumplir con acudir a talleres de sensibilización contra la violencia de género. Como era de esperarse, el político criticó al tribunal y aseguró que este episodio es un acto de las autoridades electorales para afectarlo políticamente.
La asesora legal de la diputada fue aún más lejos y aseguró que si Fernández no cumple con la sanción, se solicitará que se ingrese al político en el registro nacional de agresores; lo que sí impediría que este contendiera en el proceso electoral en marcha.
Sin embargo, este caso va más allá de un simple affaire político. Revela la importancia que tiene y tendrá el lenguaje y su regulación en las dinámicas sociales y culturales. Se equivoca, por supuesto, el legislador Noroña al creer que sus expresiones no conllevan riesgos de violencia o que simplemente se inscriben en el marco de la normal tensión política en una campaña electoral. Pero también hay que preguntarse hasta dónde llegan las facultades de las instituciones para sancionar el lenguaje de terceros.
En el caso narrado, parece obvio decantarse a favor de Dávila y, junto con ella, con las miles de mujeres que son víctimas de incontables y muy diversas violencias, incluidas las del lenguaje; pero no parece tan obvia la facultad del tribunal de exigir una reeducación del lenguaje sobre un ciudadano como condicionante para dotarlo o restringirlo de sus derechos ciudadanos.
El lenguaje, se sabe, es más que su mera regulación formal; su maleabilidad o mutación no depende ni de las voluntades de los expertos ni de las pretensiones de los constructores de ideologías; pero sí depende en mucho de la promoción masiva de su uso. Las herramientas de comunicación masiva (cine, televisión, radio e internet) han logrado cambios vertiginosos sobre la fisionomía del lenguaje en todos los pueblos.
Son famosos los estudios europeos sobre el lenguaje sensacionalista y estigmatizador en el tratamiento noticioso de los episodios de infracción de la ley cometidos por jóvenes y adolescentes en los años 90; al parecer, la opción por cierto lenguaje de desprecio contra los jóvenes terminó reafirmando y perpetuando estereotipos agresivos y violentos en una sociedad que distanció aún más las búsquedas comunes entre generaciones. Con la aparición de las redes sociales, este problema sólo se agravó: pequeños guetos de certezas infalibles son los configuradores de nuevos lenguajes que, a su vez, reordenan las dinámicas sociales.
Para muestra, un botón: ¿No le parece raro que prácticamente todos los medios de comunicación utilicen el lenguaje bélico para referirse a la pandemia de COVID-19? ¿Por qué desde las grandes cadenas hasta las más humildes publicaciones siempre se ha definido esta grave situación que atraviesa la humanidad como una ‘guerra’? ¿Y no quizá esta fascinación por el lenguaje militar ha provocado radicalidades incoherentes en las teorías conspirativas frente a un virus que se considera un ‘arma’ más que un ‘fenómeno’? ¿No quizá por ello sea más sencillo para la gente asimilar conceptos como ‘enemigo’ y ‘combate’ respecto al coronavirus en lugar de ‘enfermedad’ y ‘cuidados’?
En conclusión, el lenguaje no es un animal inasible que se deba dejar completamente desbocado y salvaje. Para eso están las relaciones culturales, la dinámica educativa formal e informal; pero tampoco podemos dotar a las instituciones políticas temporales o ideológicas, del derecho o las herramientas para sancionar, censurar o limitar las expresiones (por necias que sean, como las hechas por Noroña).
Que no se malinterprete: El legislador debe asumir consecuencias por las expresiones de violencia contra una mujer; no creo, sin embargo, que sea una institución política la que deba definir su castigo. No es positivo dotar de esas atribuciones a organizaciones que pueden mudar de principios ideológicos sin ruborizarse.
Las respuestas ante el lenguaje pendenciero y belicista deben ejercerlas, en primerísimo lugar, los inmediatos interlocutores, los miembros participantes y consumidores de la cultura del diálogo. Usted y yo, nosotros; porque hablamos para entendernos, no para pelear.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe