Opinión/Felipe de J. Monroy
La ‘sospecha facilona’ en realidad siempre ha estado presente en nuestras vidas, pertenece casi a las propiedades de la psique y la convivencia humana. La paranoia conspirativa ha acompañado a la humanidad desde que las cosechas de los vecinos parecían más abundantes sin razón. Desde una perspectiva religiosa, si la tierra, la semilla, el cielo y el trabajo son los mismos pero la cosecha es diferente, la razón es clara, Dios ha querido dar un mensaje o, por el contrario, el príncipe del mundo literalmente ha sembrado la discordia entre hermanos.
En estos días, gracias a la inmensa cantidad de ruido y basura en el sistema informático, formativo y de entretenimiento global, la sociedad debe convivir con muchas y muy diversas teorías de conspiración que buscan explicar(se) -con cierta flojera racional, debo decir- realidades sumamente complejas. Por ejemplo, la aparición del supuesto personaje ‘QAnon’ cuyas revelaciones explicarían todos los controles de la nación norteamericana: desde el fondeo de los partidos políticos hasta los resultados electorales. El tal ‘agente Q-Anónimo’ tendría ‘pruebas’ de la existencia de un poderoso grupo de “adoradores de satanás que quieren apoderarse del mundo secuestrando niños que los violan y asesinan sólo para beber su sangre”.
Estas ideas son las que soportan la indignación de un amplio grupo social sobre los resultados electorales desfavorables a Trump, por ejemplo. Concedamos por un momento que quizá tengan razones para estar indignados, la nación norteamericana ha dado muestras de su debilitamiento democrático; pero el razonamiento no sólo es pueril, es estéril porque no ayuda a recuperar la confianza en la participación democrática, todo lo contrario.
Este fenómeno en el ámbito religioso reproduce el mismo efecto. También en estos días cundieron fantasiosas teorías sobre los engaños del mal dentro de la Iglesia y la feligresía católica. Ciertos voceros de todos los niveles de jerarquía eclesiástica no sólo cuestionaron el cierre preventivo del Santuario de Guadalupe, sino que acusaron a terceros de someterse a los planes del demonio; no sólo mostraron inquietud en la alianza de megamillonarios con la Santa Sede para ‘moralizar el capitalismo’, señalaron al Papa como un operador de los brazos financieros del maligno.
En su razonamiento, la denuncia que realizan busca despertar y alertar al incauto, al inocente; para salvarlo, para iluminarlo. Pero en sus acusaciones no sienten pudor de señalar ‘negocios perversos’, ‘intenciones homicidas’ y ‘descarados engaños’ que sólo ellos pueden ver, lógicas que sólo ellos pueden entender, asociaciones de acontecimientos que sólo ellos pueden explicar. Se autoerigen como intérpretes de una realidad inaccesible para sus destinatarios.
Se trata de predicadores de calamidades que, ante la ausencia de fieles en sus templos, utilizan toda plataforma existente como púlpito de su jactanciosa sabiduría: ministros que recriminan la prohibición de peregrinos mientras ellos esperan cómodamente tras los muros de su templo; pastores que lamentan la falta de expresiones multitudinarias de devotos mientras gozan en soledad de sus mil metros cuadrados de vivienda; profetas de ocasión que acusan a las farmacéuticas y a las naciones de planear la pandemia para vender la vacuna (que, por otro lado, dicen es el último dispositivo de control mundial) mientras han sido directa y privilegiadamente beneficiados de los oportunos avances médicos.
Si bien las teorías de conspiración en el ámbito social a veces guardan elementos narrativos ciertamente interesantes para explorar las relaciones humanas e institucionales; en el ámbito de la fe, su fascinación refleja diversos síndromes religiosos que dinamitan la relación honesta y abierta entre la humanidad y el prodigio, la certeza de que el ‘milagro’ no sólo es la interrupción de las leyes de la naturaleza sino, principal y etimológicamente, ‘lo admirable, lo digno de ser admirado’.
Los voceros de las teorías de conspiración viven un fundamentalismo de autosatisfacción que no es otra cosa que un ‘ahorro de energía psicológica’ (es decir, preferir y satisfacerse con respuestas simples antes de realizar elaboraciones complejas para intentar comprender las dudas y responder a la realidad). Podríamos decir que los creyentes divulgadores del conspiracionismo economizan en discernimiento, ciencia y sabiduría.
Sus ideas y convicciones pueden ser un riesgo para la convivencia social; porque no sólo muestran la saludable -y necesaria- actitud inquisitiva sino porque, cegados por sus intereses y su simplona explicación, no auxilian a las personas ni a las comunidades a explorar con seriedad las complejas necesidades reales: para el mundo, urgencias de supervivencia; para la espiritualidad, el hambre de fe.
Cierto, puede que en el mundo sus habitantes cometamos errores, terribles fallas; pero eso no significa que alguien, en la penumbra, se frota las manos y lanza una carcajada mientras mira maliciosamente cómo el mundo le obedece en el yerro sin conciencia. Que la vacuna contra el COVID y sus orígenes despierten duda no es el problema; el conflicto es tener certeza de su supuesta perversión sin prueba alguna.
Y para la religión, si sólo hay seguridad de que la prohibición de la concentración masiva de devotos guadalupanos fue un acto demoníaco para ‘disminuir la fe de un pueblo’ entonces se rechaza la posibilidad de que la conciencia puede convivir con la fe y que la razón no compite con la devoción.
Aun así, concedamos sus preocupaciones legítimas y hagámonos la pregunta que a los críticos al cierre mantiene inquietos: ¿Habrán perdido la fe los devotos guadalupanos por no ir al Tepeyac? Según los volúmenes de audiencia en las transmisiones y de rating me aventuraría a decir que no. Y, sin embargo, incluso si así fuera, ¿no ese es el reto que la riqueza de la fe en los creyentes tiene siempre: ‘ser luz suficiente para ahuyentar toda duda prudente’?
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe