Opinión/Felipe de J. Monroy
El presidente Trump no se ha dado por vencido; si no ha sido en este 2020 deberá ser en cuatro años, pero la conducción de los Estados Unidos debe volver a sus manos. Así lo ha manifestado y cuenta con un inmenso número de fanáticos que así lo creen y lo apoyarán. No se han equivocado quienes afirman que este empeño político tiene una carga casi mística, como si en la persona del empresario se confirmaran designios de índole proféticos. Detrás no hay un cómo ni un para qué, pero sí un porqué que es, en esencia, tautológico.
No es, por desgracia, el único caso en el que un liderazgo político asume características mesiánicas. El siglo XXI ha trastocado a los otrora ‘líderes carismáticos’ en políticos que arden bajo un carisma pseudorreligioso, personajes que abrazan una misión que trasciende el ejercicio político o de administración pública; hombres y mujeres que, adornados con sutil parafernalia de santones, buscan moralizar antes de vivir moralmente.
La diferencia es pequeña, pero vale la alerta. Principalmente porque la realidad postpandémica querrá encontrar certezas en la vida política, económica o en la cultura ante una terrible incertidumbre que el hombre moderno es incapaz de asumir y asimilar. Estos personajes, que intercalan su facciosa ideología política con su intensa devoción religiosa, sólo piensan en sí mismos y pueden llevar a otros a esa cruzada personal.
El papa Francisco, en su más reciente encíclica ‘Todos hermanos’, describe a estos personajes como aquellos “que sólo se ambicionan a sí mismos, difusores de la confusión y la mentira” y que piensan la política o la economía como su particular juego de poder y no como el servicio verdadero al bien común cuyas características son la inclusión, la integración y el auxilio al caído.
El pontífice critica a estos personajes con una crudeza pocas veces leída en documentos religiosos: “Hay creyentes que piensan que su grandeza está en la imposición de sus ideologías al resto, o en la defensa violenta de la verdad o en grandes demostraciones de fortaleza” y les reclama que sus cruzadas no ofrecen verdadero servicio a las personas, que sólo sirven a las ideas mientras tanta gente en concreto sigue necesitada de bien y de justicia.
En esa misma encíclica, Francisco hace una distinción tajante de los cuatro tipos de personas frente a las múltiples crisis que advertimos: Los ladrones, los indolentes, el herido y el buen samaritano. Si no estamos propiamente heridos o no estamos ayudando directamente al prójimo, entonces somos ladrones o indiferentes de quienes sí sufren. Lo peor -dice el Papa- que los indiferentes se hacen aliados de los criminales; en una alianza que alcanza a los que sólo ejercen desde la pureza ‘su función crítica’ pero que usufructúan los recursos de ese sistema de injusticia que aseguran criticar.
Allí es donde se multiplican los legionarios para las cruzadas políticas de estos liderazgos malsanos: furiosos ciudadanos para los que todo está mal, que siembran la sospecha y la desconfianza, los divulgadores de ficciones hiperconspiracionistas, hombres que ven la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio. Y esto lo saben los perversos liderazgos de política pseudorreligiosa, y lo utilizan para manipular a tantos que guardan más odio que amor en su corazón. Lo dice con tristeza Petr Tkachenko, recogido su testimonio por la escritora Alexiévich: “La guerra continuará mientras permitamos que siga bullendo en nuestras mentes confusas. Porque no es sino una consecuencia inevitable del mal y de la rabia que tenemos acumulados en nuestros corazones”.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe