Opinión/Elizabeth Juárez Cordero
Gobernadores ¿éxito o fracaso de la 4T?
Elizabeth Juárez Cordero
En México como en la mayoría de países de América Latina contamos con una larga tradición de gobiernos unipersonales; es decir el poder depositado en la figura de una sola persona, de un solo hombre. Historia que bien podría remontarnos a los primeros jefes políticos de los clanes y tribus indígenas antes de la colonia, pues aun cuando se hacían acompañar de un concejo de ancianos y jefes de familia, el poder recaía esencialmente en un individuo.
El imperio purépecha (tarasco), es una muestra de este tipo de gobiernos monárquicos que caracterizaron el mundo mesoamericano, altamente centralizados tanto en las decisiones como en el control territorial, la existencia de líderes locales designados y destituidos por el rey, aunque determinantes para el funcionamiento del imperio, estos solo eran la correa de transmisión de la autoridad central.
Con la llegada de los españoles, se fortalecieron los Ayuntamientos como una forma de organización política local, esta sí colegiada, que permitiría el control español sobre los pueblos indígenas. Sin embargo, aun cuando se desempeñaban como representantes del rey, tan pronto fueron puestos en venta los cargos municipales, como otra forma de enriquecimiento de la Corona, se consolidarían como oligarquías regionales, posición que les permitió fraguar las primeras aspiraciones independentistas.
De ahí que, una de las primeras respuestas de la Colonia para disuadir el poder municipal, fue a través del sometimiento a la figura intermedia de los jefes políticos, antecedente de nuestro actual modelo federalista. Que tras la proclamación de independencia, y las primeras disputas entre centralistas y federalistas, quedaría formalmente adoptado en la Constitución de 1824, de la que derivaría la creación de estados independientes, libres y soberanos.
A excepción de la Constitución de 1836, el modelo federalista se ratificaría hasta nuestros días, al menos de manera normativa, como característica del Estado mexicano. Pues en la práctica, la relación entre la periferia y el centro se ha supeditado al poder de la órbita presidencial; dos ejemplos de muestra, Benito Juárez y Porfirio Díaz, figuras aparentemente contrapuestas en el juicio de la historia, quienes además de gobernar al margen de la Constitución, mantuvieron un control casi omnímodo sobre los gobernadores, a quienes se les permitía desplegar sus capacidades de “hombres fuertes” en sus territorios, generalmente caudillos locales pero sometidos a la autoridad central.
La eficacia de este sistema político que sería heredado al México posrevolucionario, tendría como pieza angular, la fuerza de los gobernadores al interior de sus estados, quienes ofrecían al poder presidencial, su capacidad territorial, reflejada en la representación política a través de la elección de Ayuntamientos y Diputados, como en el control de la conflictividad y las pulsiones políticas locales, a modo de contención, a fin de que las revueltas no llegarán al centro.
No es de extrañar que durante los poco más de sesenta años del partido hegemónico, el presidente en turno, designara a los candidatos a gobernador o promoviera su remoción, pues en sus atribuciones de jefe de partido, pendían en buena medida las carreras políticas de cualquiera que buscara un cargo público. Al mismo tiempo, que el funcionamiento económico administrativo de los estados, desde entonces, ha mantenido una conveniente concentración de los recursos en las arcas federales, que en distintos momentos se ha traducido en dependencia y sometimiento.
Esta relación de subordinación de la periferia al centro, se oxigenó con los primeros triunfos locales de la oposición y la alternancia presidencial en el año 2000, al fortalecer la autoridad de los gobernadores frente al poder presidencial, sin importar el partido político de origen, obligando al centro a negociar con los poderes locales, ahora revitalizados, gracias a la legitimidad electoral. Una prueba de ello, fue la conformación de la Conferencia Nacional de Gobernadores (CONAGO), en 2002.
Los excesos de los gobernadores, como Ulises Ruiz en Oaxaca, Javier Duarte en Veracruz o Mario Marín en Puebla, ya sin el límite presidencial, evidenciarían si bien no una nueva forma de ejercer el poder, sí un fortalecimiento de su autonomía como sinónimo de control político al interior de sus entidades federativas, que lejos de abonar al sistema federalista, terminaría reproduciendo grotescos autoritarismos locales.
Con el regreso del PRI al poder presidencial, con Enrique Peña Nieto, inició un proceso de cambio en las relaciones de poder entre la periferia y el centro, por dos vías; la reactivación de los arreglos informales y los intercambios de beneficios, así como las reformas constitucionales que en distintos rubros como educación, seguridad pública y en materia electoral aumentaron las facultades de la federación sobre las locales. Sin embargo, este proceso que bien podría leerse como una nueva recentralización, tuvo como sello distintivo, la negociación y el pacto, quizá forzado por la propia pluralidad política de entonces.
La actual composición del mapa político, caracterizado por un poder altamente centralizado en la figura del presidente Andrés Manuel López Obrador, una mayoría en el legislativo, aunque no tan amplia como con la que inició su gestión en 2018, así como una mayoría de gobernadores de su partido, no puede obviar la importancia que estos últimos tendrán en la consolidación de su proyecto político, el éxito o fracaso de la denominada cuarta transformación.
La relación de cercanía y cordialidad, del presidente con la mayoría de los gobernadores de su partido, aun cuando puede ser clave no es garantía, pues sí la historia es lección, a este intercambio partidario, natural, de orden o disciplinario entre el titular del Ejecutivo y sus contrapartes estatales, incluidos aquellos que estarán por sumarse antes de que termine el año, dependerá de su capacidad política al interior de sus territorios, es decir de funcionar como verdaderos “hombres y mujeres fuertes” que puedan desplegarse como radios del poder presidencial y al mismo tiempo ser un factor de paz, seguridad y contención de la conflictividad política y social en el país.
Desde luego, este ejercicio del poder local, debe reflejarse al interior como resultado de los procesos electorales y la confirmación del control político. El triunfo de nueve alcaldías por parte de la oposición en Ciudad de México en las pasadas elecciones, ha sido considerado por no pocos, como un fracaso de la jefa de gobierno Claudia Sheimbaum y por ende del proyecto político presidencial, claro botón de muestra de que incluso siendo la gobernante más disciplinada, cercana y favorecida de los afectos presidenciales, estos no se traducen en automático en funcionalidad política. Y lo mismo podríamos observar en entidades como Tabasco, Puebla o Veracruz, gobernadas desde 2018 por el partido del presidente.
La “cercanía” de cuando menos 15 gobernadores, provenientes de Morena, para los fines de la cuarta transformación, debe servir al interior de sus estados como demostración de su capacidad política y de gestión, que atienda a sus problemáticas y dinámicas políticas propias y al exterior, como factor de gobernabilidad nacional, pues de esta capacidad de poder territorial también depender que en 2024 el presidente pueda decirse para sí mismo “misión cumplida”.