Marcelo Ebrard, el punto de quiebre
Ninguna sucesión presidencial en México le pertenece a un solo hombre.
Si bien la sucesión siempre es presentada como la fiel expresión del sentir popular y de las más rígidas normas democráticas, lo cierto es que detrás de ese maquillaje discursivo están las ambiciones del poder, el autoritarismo, el favoritismo y, sobre todo, lo que llaman el discreto encanto del poder, ese máximo acto de egocentrismo o narcicismo del presidente en turno de pretender designar a su sucesor.
Sin embargo, la sucesión presidencial en México es, como lo denominan politólogos que llevan décadas estudiando el tema, la inevitable crisis política de fin de sexenio que deben controlar, gestionar y resolver los presidentes, en función de diversas variables, tanto de índole personal -intenciones de Maximato- hasta de circunstancias económicas, financieras, políticas y geopolíticas, que son las que van definiendo perfiles de los posibles sucesores.
Solo por citar algunos ejemplos de cómo se mueven las circunstancias en función de las decisiones del supuesto “gran lector”, está el caso de Gustavo Díaz Ordaz, quien fue presionado para que le quitará la candidatura presidencial a Luis Echeverría Álvarez, ante la molestia de los militares que vieron una ofensa en el minuto de silencio realizado por el candidato en honor a los estudiantes asesinados en Tlatelolco en 1968. El minuto de honra a los caídos fue tomado como una gran ofensa a los militares.
La crisis económica y financiera llevó a José López Portillo a promover un candidato que lo ayudará a él, más que al país, a salir de la crisis nacional de imagen, de reputación y de seriedad, por ello el entorno favoreció a un burócrata de la economía, a Miguel de la Madrid Hurtado. Prevaleció el perfil económico sobre el político y ello dejó en el camino a varios “heridos”.
De la Madrid, llegado el momento, puso a competir a seis aspirantes: Eran las “corcholatas” de la sucesión de 1988. Miguel González Avelar, Alfredo del Mazo González, Sergio García Ramírez, Ramón Aguirre Velázquez, Manuel Bartlett Díaz y Carlos Salinas de Gortari. Era la llamada “bufalada política”.
El momento era de urgencia económica y el candidato para esas circunstancias era Carlos Salinas. Antes, el presidente De la Madrid ya había sacado del juego de la sucesión a Jesús Silva Hersog, “el Chocorrol”, destituyéndolo de la Secretaría de Hacienda. El hombre y las circunstancias.
Carlos Salinas pensó que tenía bajo su control la designación de su sucesor, hasta que se presentó el discurso de ruptura de Luis Donaldo Colosio en el Monumento a la Revolución, en el marco del aniversario del PRI, donde denunció el “México con hambre y sed de justicia”. Tras el asesinato del sonorense en Lomas Taurinas, el candidato de las circunstancias fue Ernesto Zedillo, quien siempre cargó con la sombra de Colosio. Un golpe de timón cambio el rumbo de la sucesión.
Enrique Peña Nieto sacrificó a José Antonio Meade, lo que le abrió el camino de una negociación para la aceptación y llegada de Andrés Manuel López Obrador a Palacio Nacional. El nivel de corrupción gubernamental, la crisis de unidad política y el peligroso adelgazamiento del tejido social pesaron en forma considerable para terminar de definir la llegada de un presidente surgido de la oposición que calmara la crispación nacional.
Las circunstancias y no el hombre son las que definirán, nuevamente, al candidato o a la candidata, pero las circunstancias marcan el ritmo y los personajes involucrados definen los pasos.
Marcelo Ebrard Casaubond, quien fuera discípulo del fallecido Manuel Camacho Solís -por cierto, quien murió con la pena política de no haber sido nunca candidato presidencial, ni presidente de México, a pesar de rupturas, reproches, amenazas y chantajes-, quien ha sido jefe de Gobierno de la Ciudad de México, secretario de Desarrollo Social y de Relaciones Exteriores, es el “punto de quiebre” de la sucesión en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador.
Marcelo, como le llaman sus cercanos, dará una pelea interna más allá de la ortodoxia morenista y amlista. Lo vimos ya con el anuncio de su anticipada renuncia a la Cancillería, jugada que implementó para estar de lleno en el juego de la sucesión y con lo cual buscó presionar a los otros aspirantes, Claudia Sheinbaum, Adán Augusto y Ricardo Monreal a que abandonen sus cargos y que se presentaran ante la sociedad sin apoyos, fueros políticos, recursos y protecciones institucionales.
Esta es la última oportunidad que tiene Marcelo de ser presidente de México. Ya no tiene edad para esperar otro sexenio, ni el brío que le caracterizó. Ahora se le nota lento y cansado. Por ello, echará todas sus canicas a la apuesta de la sucesión, una apuesta que, se observa, puede jugar dentro de MORENA o fuera de MORENA.
Marcelo es el punto de quiebre que AMLO quiere controlar, porque si se le sale de control y se rompe la llamada unidad a la que tanto apela el, su partido y sus incondicionales, al presidente de la República le puede costarle muy, muy caro, pero más caro le puede resultar el resquebrajamiento de la unidad a quien sea elegido o elegida como candidato presidencial del oficialismo en el 2024.
La unidad es hoy el principal factor de riesgo en el morenismo de cara a la elección del 2024.