Los desaparecidos
La desaparición es una de las formas más crueles de pérdida; hace que el dolor se prolongue, una humillación de todos los días, todo el tiempo sin ocasión a un adiós, así fuera alegoría. La esperanza se niega con el paso del tiempo y la irremediable conclusión sobre la fatalidad se impone. La certidumbre de la pérdida da para el consuelo y hacen posibles las exequias, manera espiritual, religiosa y moral para llegar a la reconciliación por la pérdida.
Es imaginable la tragedia que viven las familias de los desaparecidos. Una madre, un padre, un hermano o hija sin otra respuesta que la conjetura oficial. Nada alivia ni explica la indignación familiar y social. Mal de aquellos que medran con ese dolor o que buscan ganar ventaja, e igual de repudiable a quienes no alcanza la empatía para las víctimas y todo pasan por el tamiz de las cifras y de la normalidad.
Los desaparecidos no corresponden a la guerra civil o sucia como sucedió en Argentina, Colombia, Chile o Guatemala; se hacen presentes en el México de la democracia, de la modernidad, de la supuesta normalidad institucional. Desde luego que el Estado tiene responsabilidad por su incapacidad de enfrentar al responsable de tales prácticas y por la incapacidad de abatir la impunidad. El Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas señaló: “La delincuencia organizada se ha convertido en un perpetrador central de desapariciones, con diversas formas de connivencia y diversos grados de participación, aquiescencia u omisión de servidores públicos”.
En una colaboración para El País, de Pablo Ferri y Constanza Lambertucci, El país de los 100,000 desaparecidos, refieren que casi la mitad de desaparecidos en el Estado de México, el de mayor incidencia, son mujeres. El dato no es menor porque en el caso de los homicidios dolosos, la proporción es considerablemente menor, así como la media de mujeres desaparecidas en otras entidades. Otro dato que destacan es la existencia de 52 mil fallecidos sin identificar, lo que ha motivado a la creación del Centro Nacional de Identificación Humana, tarea sumamente complicada en opinión de Karla Quintana.
Dos hechos recientes revelan la modalidad del crimen organizado en la desaparición de cuerpos de las personas ejecutadas. Ocurrió en la ejecución de 17 personas en febrero de este año, en un velorio en San José de Gracia Michoacán. Los asesinos recogieron los cadáveres y con equipo especializado limpiaron el lugar del fusilamiento. El otro, en el asesinato de los dos padres jesuitas en Cerocahui, región Tarahumara en junio pasado. Los asesinos se llevaron los cuerpos de los sacerdotes y un civil; la exigencia comunitaria, de la Compañía de Jesús y de la Iglesia Católica, además de la presión de las autoridades llevaron a la recuperación de los restos.
La tragedia nacional obliga a un replanteamiento del proceder de las autoridades para esclarecer las diversas situaciones. La desesperación y el dolor que invade a las familias debe ser atendido con responsabilidad y, particularmente, con sentido de compromiso. No se deben escatimar recursos materiales, humanos y tecnológicos. No se les debe dejar solos, ni que el grito desesperado sea el que obligue a reaccionar, si acaso. La desaparición tiene geografía y también indicios de actividad delictiva por el crimen organizado; aunque existen otros casos, sobre todo de menores y mujeres, asociados a otro tipo de actividades criminales. Urge actuar y sin demora.
Los trágicos hechos de hace ocho años de Iguala donde desaparecen 43 estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa actualizan una tragedia nacional de proporciones mayores: cien mil desaparecidos de acuerdo con el Registro Nacional de Personas Desaparecidas o No Localizadas. Debe destacarse que en este gobierno van 31 mil desaparecidos, casi una tercera parte del total desde que inició dicho Registro. Con Felipe Calderón los desaparecidos fueron 17 mil y con Peña Nieto la cifra se duplicó. La realidad es que en este gobierno hay un incremento importante, que niega cualquier idea de éxito o de logro en materia de seguridad. Inevitable trasladar a la cifra de homicidios dolosos una buena proporción de las personas desaparecidas. También es preciso reconocer que en este gobierno se ha dado la mejor atención al tema a través de la Comisión Nacional de Búsqueda, a cargo de Karla Quintana.
La desaparición es una de las formas más crueles de pérdida; hace que el dolor se prolongue, una humillación de todos los días, todo el tiempo sin ocasión a un adiós, así fuera alegoría. La esperanza se niega con el paso del tiempo y la irremediable conclusión sobre la fatalidad se impone. La certidumbre de la pérdida da para el consuelo y hacen posibles las exequias, manera espiritual, religiosa y moral para llegar a la reconciliación por la pérdida.
Es imaginable la tragedia que viven las familias de los desaparecidos. Una madre, un padre, un hermano o hija sin otra respuesta que la conjetura oficial. Nada alivia ni explica la indignación familiar y social. Mal de aquellos que medran con ese dolor o que buscan ganar ventaja, e igual de repudiable a quienes no alcanza la empatía para las víctimas y todo pasan por el tamiz de las cifras y de la normalidad.
Los desaparecidos no corresponden a la guerra civil o sucia como sucedió en Argentina, Colombia, Chile o Guatemala; se hacen presentes en el México de la democracia, de la modernidad, de la supuesta normalidad institucional. Desde luego que el Estado tiene responsabilidad por su incapacidad de enfrentar al responsable de tales prácticas y por la incapacidad de abatir la impunidad. El Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas señaló: “La delincuencia organizada se ha convertido en un perpetrador central de desapariciones, con diversas formas de connivencia y diversos grados de participación, aquiescencia u omisión de servidores públicos”.
En una colaboración para El País, de Pablo Ferri y Constanza Lambertucci, El país de los 100,000 desaparecidos, refieren que casi la mitad de desaparecidos en el Estado de México, el de mayor incidencia, son mujeres. El dato no es menor porque en el caso de los homicidios dolosos, la proporción es considerablemente menor, así como la media de mujeres desaparecidas en otras entidades. Otro dato que destacan es la existencia de 52 mil fallecidos sin identificar, lo que ha motivado a la creación del Centro Nacional de Identificación Humana, tarea sumamente complicada en opinión de Karla Quintana.
Dos hechos recientes revelan la modalidad del crimen organizado en la desaparición de cuerpos de las personas ejecutadas. Ocurrió en la ejecución de 17 personas en febrero de este año, en un velorio en San José de Gracia Michoacán. Los asesinos recogieron los cadáveres y con equipo especializado limpiaron el lugar del fusilamiento. El otro, en el asesinato de los dos padres jesuitas en Cerocahui, región Tarahumara en junio pasado. Los asesinos se llevaron los cuerpos de los sacerdotes y un civil; la exigencia comunitaria, de la Compañía de Jesús y de la Iglesia Católica, además de la presión de las autoridades llevaron a la recuperación de los restos.
La tragedia nacional obliga a un replanteamiento del proceder de las autoridades para esclarecer las diversas situaciones. La desesperación y el dolor que invade a las familias debe ser atendido con responsabilidad y, particularmente, con sentido de compromiso. No se deben escatimar recursos materiales, humanos y tecnológicos. No se les debe dejar solos, ni que el grito desesperado sea el que obligue a reaccionar, si acaso. La desaparición tiene geografía y también indicios de actividad delictiva por el crimen organizado; aunque existen otros casos, sobre todo de menores y mujeres, asociados a otro tipo de actividades criminales. Urge actuar y sin demora.