Lo que queda/Julio Santoyo Guerrero
Lo que queda.
Poco queda de la riqueza ecológica que existía en Michoacán a principios de 1990. La velocidad con la cual hemos arrasado los ecosistemas no tiene comparación con décadas previas. Que de 1990 al 2015 hayamos perdido 1.3 millones de hectáreas de bosques es un dato escalofriante que debería tener encendidas las alarmas ambientales y a las instituciones gubernamentales actuando con rigor.
En las próximas semanas ─probablemente─ se habrá de publicar el inventario forestal de Michoacán 2020, que nos dará datos duros sobre la rapidez con la cual se han perdido bosques en la década recién finalizada. Considerando los datos que se generan rutinariamente en torno a incendios forestales, cambio de uso de suelo, la expansión ilegal aguacatera, el uso de agroquímicos nocivos para polinizadores y la disminución de caudales de agua, es muy probable que el inventario nos muestre un estado en condiciones de colapso ambiental.
Precisar la magnitud del daño que la actividad humana le ocasiona a la naturaleza, a los ecosistemas que nos permiten vivir, es una tarea no abordada a plenitud y difícil de cuantificar. La información proporcionada por las instituciones oficiales, ya sean federales, estatales o municipales, varían de manera increible. Pongamos el caso del crecimiento del cultivo de aguacate sobre predios talados ilegalmente, en el que los números oscilan caóticamente, para algunos el fenómeno representa 70 mil hectáreas, para otros 120 mil, y para otros hasta 200 mil, y así con la cantidad de pozos legales e ilegales, ollas concentradoras o cañones antigranizo.
La ausencia de un sistema integral de información que permita construir indicadores sobre el estado singular de nuestra biosfera, sus ecosistemas y sus especies ha sido la mejor manera para hacer invisibles las afectaciones y para aplicar políticas públicas en ocasiones débiles o equívocas.
Sin datos precisos, sin estudios diagnósticos y sin un debate social enérgico, se alimenta la grosera creencia de que la naturaleza es infinita e inagotable. Por ese absurdo camino vamos hacia el colapso ambiental, un colapso que notamos pero preferimos callarlo o tomarlo como anécdota de ocasión. Esta opacidad gubernamental y social alienta prácticas productivas ecocidas, constitutivas de nuevos poderes fácticos que se instituyen para presionar o para subordinar a los poderes políticos en su favor. Las consecuencias las miramos en el estado agónico de nuestros bosques, aguas y tierras y el empobrecimiento de pueblos y comunidades.
Con la información hasta ahora disponible, con todo y sus enormes vacíos, el gobierno de Michoacán tiene el deber de lanzar una alerta ambiental roja y proponerse junto con la federación y los municipios, acciones coordinadas puntuales para frenar el cambio de uso suelo, el acaparamiento del agua por huerteros, la protección enérgica de zonas de infiltración hídrica para garantizar la sobrevivencia de los ecosistemas y el derecho humano al agua de las poblaciones, además de la prohibición y retiro de agroquímicos que destruyen especies de flora y fauna.
Sin embargo, y habrá que decirlo con claridad, la crisis civilizatoria ambiental expresada en el cambio climático, con daños a la vista de todos, se ha propiciado por sistemas productivos caóticos, no sustentables y no sostenibles desde lo local. Son sistemas regulados por el mercado y el consumo inmediato y no por el sólido paradigma de que la vida planetaria es finita, tiene límites; sus equilibrios son intransgredibles más que a costa de nuestra propia subsistencia como especie. ¡No entendemos, y el mercado menos entiende!
Digámoslo con crudeza, lo que nos queda es poco [expresión reprochablemente antropocéntrica, después de todo, en qué momento nos asumimos como jueces y dueños] y a falta de datos precisos baste un recorrido por las carreteras que cruzan los bosques del oriente, el centro y el occidente. Es tan poco lo que queda que los conflictos sociales con origen ambiental, al paso de los meses y años, habrán de tornarse más agudos, violentos y fuente de ingobernabilidad. Como ejemplo, el calendario de conflictos durante 2018, 2019 y 2020 con una agenda típica: acceso al agua, cambio de uso de suelo, tala ilegal, incidentes climáticos, incendios intencionales, cañones antigranizo, contaminantes, expansión fuera de orden y ley de ollas concentradoras de agua y perforación de pozos a diestra y siniestra.
En nuestra humilde opinión ─ojalá haya desmentidos razonables─ el daño que hemos ocasionando ha rebasado el punto de retorno y sin embargo la velocidad de la maquinaria ecocida sigue a toda velocidad.
La gravedad de esta realidad, por obligación, tendrá que estar en la agenda del proceso electoral ya en curso. Los políticos y la sociedad civil estamos obligados a presentar diagnósticos precisos y mejor aún alternativas de políticas públicas que atiendan el problema. Michoacán necesita replantearse el paradigma del desarrollo agropecuario, urbano e industrial y para ello se precisan propuestas complejas, integrales, apoyadas en la investigación y sustentadas en un nuevo consenso social. Pero antes que ello se requiere modificar las políticas federales que han desmantelado las instituciones medio ambientales. Habrá que saber elegir entonces, diputados federales que se comprometan con esta tarea.
En la perspectiva de esta elección no debieran ser votados los políticos ineptos, simplistas y maniqueos y los que están comprometidos con los capitales hechos a costa del ecocidio. Y es que de estos últimos está plagada la clase política michoacana para quienes sus carreras han prosperado en la medida que han crecido sus negocios a costa de bosques, aguas y tierras. De estos no puede esperarse un compromiso serio con una agenda exigente en pro de la naturaleza.
Para que Michoacán sea, la agenda ambiental deberá ser prioridad. Lo que queda es poco, podría quedar nada, ni siquiera nosotros. Tomemos todas las oportunidades ahora para que lo que aún queda pueda seguir prosperando, incluso nosotros, los que habitamos esta casa común.