Libros de ayer y hoy/Teresa Gil
Heinrich Böll ganó el premio Nobel en 1972, en parte por Opiniones de un payaso, aunque a la iglesia católica parece que no le gustó mucho. Sobre todo por las opiniones del gran escritor alemán, por la omisión de esa institución sobre la guerra asesina hitleriana. Los payasos se manifiestan en la esfera de las emociones, por eso hablar de Hans, aquel payaso de Böll que fue uno de los grandes best seller de los años sesenta, se actualiza con la muerte de Ricardo González Gutiérrez, Cepillín, el payaso que se fue en una fecha que distrajo otro acontecimiento central, el día de la mujer y los azotes de odio de mujeres henchidas de venganza. El payaso que aflautaba su voz, aunque era regiomontano murió en Naucalpan el 8 de marzo cuando los sones de guerra de algunas feministas, preparaban martillos, palos, trozos de tubo, bombas molotov, para enfrentar un poder cuya culpa se diluye en los improperios porque está ajeno de lo que ocurrió en las ultimas décadas. Hubo pesar en muchos lugares por la muerte de Cepillín y las viejas historias que lo ligaban a contratantes no muy recomendables y su larga lucha en el circo de la vida, se presentó en la mente de muchos adultos y los niños que eran y esa voz aflautada que se realzaba en sus chistes ingenuos y en las canciones que lanzaba a la pantalla y al viento.
En el bosque de la China
una china se perdió
y como yo era un perdido
nos encontramos los dos
EL PAYASO COMO PARADIGMA DE MELANCOLÍA, ENCUBIERTA EN LA CARCAJADA
Gloria Pérez Mendoza la excelente reportera mexiquense, corresponsal de varios medios, entre otros de AP, me contó sobre aquella entrevista que le hizo a Cepillín en sus inicios cuando ella era también una inexperta reportera. Y las preguntas que le formuló sobre su decisión de ser payaso, el estar apoyado por grupos poderosos como Televisa y si realmente hacía reír o era payaso soso. Ricardo en ese tiempo un hombre joven y guapo, que había abandonado su trabajo de odontólogo donde creó su personaje al pintarse la cara para no asustar a los niños, le respondió con toda prestancia como un joven agradable, inteligente que sonreía ante las preguntas de Gloria. Entrevista muy bien planteada que publicó Rumbo un diario mexiquense, por los años setenta. Lo singular de este payaso que se hizo tan famoso es que nunca asumió esos títulos de mimo o de comediante como lo que creyeron ser muchos, cuando el término de payaso llena todos los conceptos. Como comediantes se asumían desde Mauricio Garcés, Tintán el mejor de todos, Cantinflas, en Francia Fernandel, en Estados Unidos los hermanos Marx, en Inglaterra y a nivel universal, como mimo, Charles Chaplin, ¿Habrán cantado todos ellos el Pagliacci de Leoncavallo ? ¿ O declamado Reír llorando, la historia de Garrick, de Juan de Dios Peza?
EN EL DISFRAZ DE CIERTOS PAYASOS, SE ESCONDE LA TRAICIÓN
Las capuchas, como los rostros alterados, que podrían ser considerados disfraces, siempre tienen un propósito. Y lo vimos con las encapuchadas del Zócalo. La Bestia usaba máscaras porque tenía el rostro deformado; los payasos que se pintan el rostro lo hacen para alegrar la vista y exaltar la fantasía de los niños o para crear una fisionomía distinta a la propia. Payasitos hay muchos y se ven en las fiestas infantiles, en los parques, en las calles, haciendo malabares y juegos diversos. Existen los payasos que al cambiar su rostro expresan el disfraz interno en las reuniones o en la vida diaria, haciendo payasadas ridículas con caras formales y demagógicas. Pero no hay payaso peor que el que traiciona con su máscara, al invitado que inocentemente ha acudido a una cita. Es el caso de Brozo, Víctor Trujillo, que lanzó al matadero de la opinión pública y a la cárcel, a su invitado René Bejarano. Lo vieron y supieron miles de televidentes y después se ha revelado que lo hizo por orden de sus mandantes Salinas, Fox, el jefe Diego y otros por el estilo, en esa carrera permanente que tienen contra AMLO. Brozo aparece de vez en cuando en escena, para repetir su papel de empleado. A esa historia siguió la de la señora Rosario Robles traicionando sus orígenes para terminar en lo que ahora es, un personaje de comedia. Si, como algunos personajes de la Comedia italiana tipos quejumbrosos, llorosos, implorantes, víctima que exige, mientras gasta en caros abogados el dinero del pueblo. Y todo esto último no es payasada.
SU POSTURA CRÍTICA, SUS MUCHAS OBRAS Y UN PAYASO, DIERON EL NOBEL A BÖLL
Heinrich Böll nació en Colonia en 1917 y atravesó toda la etapa nazi de Hitler, con una posición crítica, en la que incluyó a la propia iglesia católica, religión que dicen que profesaba, aunque en la obra Opiniones de un payaso de 1963 (Barral ediciones 1972, Barcelona) niega en muchas ocasiones ser católico. En los años en los que escribió su obra el catolicismo era motivo de serias discusiones porque implicaba una toma de postura conservadora de acuerdo con la época. Eso cambió en los años setenta cuando apareció en escena la Teología de la Liberación. La obra de Böll es mucha. Famosas son El honor perdido de Katharina Blum, Retrato de grupo con señora, Casa sin amo y Diario Irlandés, entre otras. Incluso tiene ensayos de latinoamérica, sobre la Revolución nicaragüense y otros movimientos que surgieron y que él apoyó. En los años noventa se representó una recreación, de la obra escrita por el dramaturgo Luis Mario Moncada, en el teatro Juárez. El mismo creador representó el papel del payaso Hans. De mi libro Lo que no se dijo (2015 página 25), recupero el relato de la semblanza que hice de Cepillín.
RICTUS
Su vida no había terminado pero su profesión si. Mientras arrastraba los pies hacia su cuarto, una pequeña justificación lo animaba. Los deportistas se retiran porque pierden facultades; los cirujanos porque sus manos tiemblan; las prima donas porque pierden la voz; las divas porque su belleza se acaba; los poetas porque las musas se alejaron; los... etcétera, etcétera. Desesperado tiró pinturas, rompió pelucas, hizo jiras los trajes bombachos de Arlequín y destrozó las redondas narices que lo acompañaron. Había leído que el rictus de amargura era un síntoma de la edad, ¿y que iba hacer con aquel rictus sombrío que le robaría su sonrisa abierta y maliciosa? No podría hacer reír. Se despidió, entonces, de Cepillín.