Libros de ayer y hoy
Manuel Buendía y la espía que llegó del norte
Teresa Gil
La CIA signó la suerte de Manuel Buendía, el autor de la famosa columna Red Privada. Treinta y ocho años han pasado de su vil asesinato y aunque hay alguien que ha purgado la culpa y las sospechas siempre van más arriba, no queda clara esa muerte como no sea por su oficio de periodista. Lo cual ya es mucho decir. Ni siquiera los que, como se dice vulgarmente, se apoderaron del cadáver y hasta se enojaban si uno escribía sobre él, han podido aclarar bien ese crimen que eliminó a uno de los periodistas más avezados que ha habido en México. En aquella redacción de Unomásuno y en aquella tarde trágica, nos enteramos de que, el columnista había sido asesinado. Siempre queda la sospecha en esas muertes que causan gran conmoción en las que el que debería de ser el principal enterado del país, no se da por sabido. Así ocurrió con Adolfo López Mateos en el vil asesinato de Rubén Jaramillo y su familia; se dijo que el señor andaba de viaje. Lo vemos en el caso de los 43 de Ayotzinapa que duró en efervescencia bastantes horas, mientras el que dormía en Los Pinos no se enteró. Sucedió también con la muerte de Francisco Ruiz Massieu, en el que participaron varias personas y nada menos que el hermano del presidente, el que, como blanca paloma, ha transitado por la vida. Y eso que era su cuñado. Lo mismo el caso Colosio, el del Cardenal...etcétera etcétera. Con ese antecedente, podemos decir que los pobres presidentes de antaño no sabían nada. Miguel de la Madrid supo de la muerte de Buendía tiempo después.
Aquella noche en el velorio cuando Macbeth estuvo presente
Yo recuerdo haber estado en el velorio de Manuel Buendía, en una funeraria de Felix Cuevas. Intenté subir al sitio donde estaba la velación, pero en la escalera un hombre alto, casi flaco, extendía sus largos brazos e impedía que subiéramos algunos. Era nada menos que Héctor Aguilar Camín, uno de los apoderados del caso que daba órdenes y separaba a los que quería que subieran. En uno de sus libros, Manuel Buendía le da las gracias por haberle dado una mano. Si supiera en lo que se ha convertido hoy en día. El caso es que ante el impedimento, muchos nos fuimos aquella noche sin quedarnos siquiera en la parte de abajo. Supongo que el historiador dejó pasar, emocionado, a José Antonio Zorrilla, el que llegaba pleno de emoción también, a dar las condolencias de la oficina de seguridad del estado. Poco se sabía que, como en aquella obra de Shakespeare, el que llegaba era nada menos que uno de los instigadores del crimen o al menos el que lo mandó concretar. Eso se supo mucho después, precisamente cuando Salinas ya estaba sentado en el trono y nos llamaron a los de la Unión de Periodistas Democráticos, desde la Fiscalía, para comprobar lo que ya se sospechaba. Que el culpable, al menos en intelecto, era Zorrilla.
Las sospechas sobre la CIA, ¿quedaron anuladas?
La repercusión del caso fue mucho y se creo entonces la Fundación Manuel Buendía, con algunos notables. Rogelio Hernández López escribió uno de los libros más completos, Zorrilla El imperio del crimen, cuando ya Zorrilla domía en la cárcel y Julio Scherer iba a entrevistarlo, y encontraba al criminal cultivando rosas en su espacio. Yo escribí un artículo al que le dio aviso en primera plana el medio de la Organización Internacional de Periodistas (OIP) de Checoslovaquia, que me censuró Miguel Ángel Sánchez de Armas, quien trabajaba para Salinas de Gortari en la presidencia. La obra de Buendía que más se mencionó en esos tiempos, fue el de La CIA en México (Ediciones Oceano S.A. 1984), que se imprimió quince días después del asesinato. Es una obra que el periodista no consideraba libro, sino como dice en su Advertencia del Autor, es una especie de álbum de fotos instantáneas, que configuran una versión de lo que ha sido, desde muchos aspectos, la temible organización espía de Estados Unidos. Y a cuyo análisis, estudio, seguimiento y denuncia, dedicó Buendía muchos años de su vida. En la obra, hay un largo, especie de interesante prólogo, de Elena Poniatowska, cuyos párrafos comienzan con la frase Buen día, Manuel, para cerrar con un buenas noches, Manuel, cuando ignoraba la escritora cuál sería el destino final del gran periodista.