La danza de la simulación/Elizabeth Juárez Cordero
Hacer como que hacen, hacer como que saben, es casi una habilidad natural o aprendida entre los hombres del poder, no hay límites en hacer creer lo que no es, ni autocontención para afirmar como verdadero aquello que desconocen, que no es real. El poder les confirma su capacidad de engaño, que es también permiso que se conceden como garantía de permanencia, porque es boleto de acceso a la danza de la simulación, en la que sin ambages se encuentran, se reconocen y palmean las espaldas como parte de un lenguaje secreto.
Ostentar o parecer es más importante que ser, que saber o hacer, lo mismo como representantes populares o como servidores públicos, lo hacen porque pueden, porque el cargo, que, por lo general, aunque no siempre, poco tienen que ver con los méritos; les facilita el ejercicio del poder, porque gobernar o legislar resulta cualquier cosa, cuando no es necesario transparentar ni rendir cuentas.
Se embelesan en su discurso, en la mentira que repetida mil veces se hace verdad, lo mismo promesas de campaña, que afirmaciones sin sentido, ni conocimiento que sustente la acción de gobernar, se miente sin remordimiento, prometer u opinar se hace rutina, lo mismo ante grandes multitudes que en pequeños espacios, entre pares o con subordinados, frente a cámaras o micrófonos, se embriagan en su mentira, en el mundo alterno que se crean, que comparten como coreografía de apareamiento.
Se guiñen, sonríen y rozan con peculiar cortejo, se saben dentro y se celebran, porque aún cubiertos de pieles distintas simulan también los desencuentros, porque es parte del lenguaje compinche que les incapacita para cuestionar al de enfrente, porque hacerlo sería desenmascararse a sí mismos.
No es que simular sea una conducta reciente, los tiempos han quedado derruidos por los anhelos de poder, que se adecúan para sobrevivir, pues esos que eran los de antes son también los de ahora; esos mismos que aperpechados a la silla en turno, les enseñan a danzar a los nuevos, que ni tardos ni perezosos aprenden con natural habilidad sus primeros movimientos.
La adaptación al ambiente es otro mecanismo que acogen como parte de su proceso “evolutivo”, desechan con facilidad valores, ideologías, causas y todas esas características que frenen su supervivencia, y tal como ocurre con la teoría darwiniana, esta adaptación no se entendería sin la selección natural que realiza el propio entorno político, para que permanezcan solo los más aptos, los más fuertes, los que sin “chistar” hacen subsistir el ecosistema.
En esa danza han podido imbuirse algunas mujeres, que reproducen los mismos patrones aprendidos, pero con el doble de exigencias, como el demostrar con méritos el lugar que ocupan, algo que a los hombres rara vez se les cuestiona, porque para ellos la política sigue siendo un hábitat naturalmente masculino.
Ahí están también los espectadores, los que hacen como que les creen, los que con aplausos o con indiferencia siguen siendo testigos de la simulación que se renueva, y que, aunque distantes del festín de los danzantes, juegan un rol protagónico que hace posible su permanencia o su transformación.
Su tolerancia, del mismo modo que pasa con otros males de la vida pública, como la corrupción o la banalización de la política, son siempre modificables, porque incluso pueden ponerse aún peor. De nuestro actuar individual y colectivo pende fijar los límites a esas conductas que se reproducen con facilidad, dejarlo a la conciencia y a la auto mesura de quienes detentan el poder, es derrotarnos antes de tiempo, es dejarnos seducir por la narrativa complaciente de un pasado malo y la impasividad de una realidad futura distinta.
Corolario: Mientras, la oposición haciendo oposición con los impresentables de ayer, así de cortos.