Juego de ojos/Miguel Ángel Sánchez de Armas
No creo en el fin del hombre…
Hace años descubrí que puedo hablar con los muertos.
Recientemente me instalé en un nicho sacramental para charlar un poco con William. Nos reímos porque casi todos lo creen muerto y preparan ceremonias recordatorias de su supuesta partida hace 56 años.
No fumo, así que no acepté la pipa de tabaco curado de Luisiana que me ofreció. Y como él dejó de beber, nadamás echó una mirada nostálgica a la botella de ajenjo que le presenté.
Hablamos del Condado de Yoknapatawpha. Creo que le aburrió mi insistencia comparativa. No sabe y no le importa si José Emilio inspiró en aquella tierra su comarca de la colonia Roma. Insistí.
Se irritó. Atenazó mi vista con sus ojillos de águila y siseó: “Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas... lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. ¡Y esa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás!”
No entendí qué tenía que ver esta homilía con mi pregunta, pero así es William. Entonces le respondo que es un “big short man”… Él se atusa el bigote y casi en un suspiro dice que mi oxímoron es patético. No está de humor. Creo que piensa en la señora Coldfiel y en Quentin. Sé, porque me lo ha dicho, que en realidad no quiso que éste la dejara, pero no pudo vencer el torrente de vida que habían cobrado sus criaturas. Insisto en el coloquio. Recuerdo que hace 56 años, el 6 de julio, un viernes, según dicen los incrédulos, murió. Responde con una mirada midriática. Hace cincuenta y seis años, el 6 de julio, un viernes, dice, hubo una explosión atómica en Nevada que contaminó a más seres humanos que en Hiroshima. William no está para charlas esta tarde. Le pido cortésmente que vuelva a su Mictlán literario y cierro de golpe el libro.
William Faulkner era bajo de estatura, elegante, no muy agraciado, desordenado, pendenciero y alcohólico. Su amorosa madre lo quiso consolar y le dijo que no se preocupara, que era feo, pero con cara de gente decente. Cató muchos oficios antes de convencerse de que escribir era en lo único en que realmente sobresalía. Escribía sin medida, casi hasta perder el sentido. Las páginas saltaban de su máquina cual conejos en celo. La palabra escrita, esa manera de hablarle a los que aún no han nacido, era su bálsamo. Crear mundos nuevos como un dios del Olimpo rabioso y ebrio le daba sobriedad a su propia existencia.
Dice Richard Ellmann que a lo largo de su vida William evitó los discursos y nunca se vio como un hombre de letras, sino como un campirano al que le gustaba contar historias. También detestaba a los entrevistadores. Cuando uno lo cuestionó sobre su “técnica”, respondió que no era ni albañil ni cirujano, profesionales estos que a diferencia de los escritores, sí debían dominar una “técnica”.
Y en su trato con las clases dominantes, Manuel Vicent recuerda que John Kennedy coleccionaba personajes para adornar sus cenas privadas y convidó a Faulkner a la Casa Blanca. Por su mesa habían pasado ya los grandes: Norman Mailer, Saul Bellow, Arthur Miller, Sinatra… los sospechosos comunes, pues. Incluso Pau Casals había iluminado con su violonchelo alguna velada.
Faulkner le contestó a vuelta de correo: “Señor presidente: yo no soy más que un campesino y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene algún interés en cenar conmigo, con mucho gusto le invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Misisipi”.
Su conocida aversión a la tribuna despertó el morbo del mundillo literario cuando viajó a Estocolmo para recibir el Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1950. Era el primer estadounidense en recibirlo desde el fin de la segunda guerra y los reflectores glotones y los insaciables micrófonos aguardaban impacientes su discurso. Pero habló tan bajo y fue tan breve, que la homilía pareció perderse entre la luz quebradiza del Stockholm Konserthuset. Sólo los más cercanos alcanzaron a escuchar la profesión de fe que hoy me ha permitido conversar con él: “Yo no creo en el fin del hombre”.
Para William Faulkner, cuya alma se liberó de la materia hace cincuenta y seis años, la novela también era el ateneo de sus antepasados y el congreso de sus descendientes, tal como lo planteara otro día de julio, cuarenta y siete años después, uno de sus epígonos, Carlos Fuentes.
Recuerdo hoy a William con las palabras, breves y casi tímidas -punta de un formidable iceberg como los diálogos interiores de sus personajes- que aquel lunes dirigiera a los miembros de la Academia.
“Siento que este premio me ha sido otorgado, no a mí como persona, sino a mi trabajo: a una vida de trabajo en la agonía y el sudor del espíritu humano, no en procura de gloria y menos aún de dinero, sino de crear, a partir de los materiales del espíritu humano, algo que no existía antes. Por eso, no soy más que un guardián de este premio. A su porción en dinero no será difícil encontrarle un destino acorde con el propósito y el significado que le dan origen. Pero querría hacer lo mismo con el reconocimiento, usando este momento como un pináculo desde donde me escuchen los hombres y las mujeres jóvenes que ya están dedicados a las mismas angustias y tribulaciones que yo, entre quienes está aquel que algún día ocupará el mismo lugar que yo ocupo ahora.
“Nuestra tragedia de hoy es un miedo físico general y universal tan largamente padecido, que a duras penas lo podemos soportar. Ya no quedan problemas del espíritu sino tan sólo una pregunta: ¿cuándo seré aniquilado? Es por eso que […] el joven que escribe actualmente ha olvidado los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo, que solos bastarían para producir buena escritura porque son lo único sobre lo cual vale la pena escribir, lo único que justifica la agonía y el sudor. Debe aprenderlos de nuevo. Debe enseñarse a sí mismo que lo más despreciable es tener miedo; y una vez aprendido, olvidarlo para siempre sin dejar espacio en su taller para nada que no sean las verdades y certezas del corazón, sólo las verdades universales sin las cuales cualquier relato es efímero y fatal: el amor, el honor, la piedad, el orgullo, la compasión, el sacrificio. Mientras no lo haga, su trabajo está bajo maldición. No escribe sobre amor sino sobre lujuria, sobre derrotas en las que nadie pierde nada valioso, sobre victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Su dolor no llora sobre fibras universales y no deja huella. No escribe sobre el corazón, sino acerca de las entrañas.
“Mientras no aprenda estas cosas, escribirá como si estuviera viendo el final del hombre e inmerso en él. Me rehúso a aceptar el fin del hombre. […] Es inmortal, no por ser el único entre todas las criaturas que posee una voz inagotable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión y sacrificio y fortaleza. El deber del poeta, del escritor, es escribir sobre estas cosas. Tiene el privilegio de ayudar al hombre a resistir aligerándole el corazón, recordándole el coraje, el honor, la esperanza, el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han enaltecido su pasado. La voz del poeta no debe ser solamente el recuerdo del hombre, también puede ser su sostén, el pilar que lo ayude a resistir y a prevalecer.”