Juego de ojos/Miguel Ángel Sánchez de Armas
Morir de amor
En El Lencero, muy cerca de Xalapa, se encuentra el casco de una hacienda que fue de Santa Anna. Es una casona bella y fresca, rodeada de jardines y un lago en el que se deslizan cisnes negros altivos y ausentes. A un costado, la capilla que el Generalísimo levantó para una de sus bodas.
El visitante que pasea por los prados o toma asiento a la sombra de una higuera centenaria, si es sensible y de espíritu abierto, puede escuchar el murmullo de voces del pasado y sentir cómo, en pequeñas pulsaciones, un efluvio de cantos apenas perceptibles le penetra e ilumina.
La alegría resultante no se explica bien a bien, pues difícilmente esa magia podría conectarse con el “seductor de la Patria”. Se sigue, entonces, que otra presencia hay entre la verdura de la comarca. Y esa otra presencia, señoras y señores, es nada menos que la de Gabriela Mistral, cuya efigie en bronce se alza al oriente del conjunto como un sentinela en perpetua contemplación de un paisaje que amó profundamente.
Muy pocos mexicanos serán los que no hayan oído hablar de Gabriela Mistral y disfrutado su deliciosa poesía. Quizá no tantos sepan que nació en Chile como Lucila Godoy Alcayaga, que fue la primera latinoamericana en recibir el Premio Nobel, que se sentía mexicana y que, en un sentido poético, murió de amor. Los veracruzanos y en particular los xalapeños deben celebrar que la efigie de la poeta vigile su comarca y su mirada esté siempre en ellos.
Su fama como poeta comenzó en 1914 con un premio en los Juegos Florales de Santiago por sus Sonetos de la muerte, inspirados, se dice, en el suicidio de Romelio Urieta, su primer amor. En el concurso se presentó con el seudónimo que desde entonces la acompañaría y que es un homenaje a Gabrielle d’Annunzio y Frédéric Mistral, por quienes tenía una profunda devoción. (Eso de adoptar un nom de plume es algo maravilloso, pero asusta a los espíritus chatos y a las almas pequeñas. El enorme compatriota de la Mistral, quince años menor que ella, Pablo Neruda, de quien fue mentora, había nacido Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto y adoptó el apellido de Jan Neruda, uno de los fundadores de la lengua literaria checa entre cuya obra se encuentra el delicioso tomo Historias de la Malá Strana publicado en español allá por los setentas en la desaparecida Editorial Sudamérica.)
La vida de la Mistral fue de una intensidad alucinante. A los catorce años comenzó a publicar en periódicos de su natal Vicuña, como El Coquimbo, La Voz de Elqui y La Reforma y desde el principio de su carrera se refugió en distintos seudónimos. “Alma”, “Soledad” y “Alguien”, fueron algunos con que la niña Lucía firmaba sus colaboraciones y que hoy nos hablan de la naturaleza de aquellos primeros artículos, pues esta mujer fue desde siempre un ser que vivía en y para el amor.
El padre de Gabriela era un modesto profesor rural y su hija a los 18 años abrazó esa profesión. Fue directora de varias escuelas y obtuvo reconocimiento como educadora.
Las aulas dejaron muchas cosas a la joven: el amor a los niños, traducido en una vasta obra poética que hoy continúa recitándose en salones de todo el continente. El amor a la educación y el amor por Romelio Urieta. Romelio se suicidó y la leyenda dice que Gabriela vivió el suicidio como una pérdida irreparable. Su propia obra sugiere tal cosa, aunque ella misma lo desestimó.
En “Ausencia” creemos adivinar el dolor profundo de la mujer que ha perdido el amor y la razón de vivir. Un fragmento:
Se va de ti mi cuerpo gota a gota. / Se va mi cara en un óleo sordo; / se van mis manos en azogue suelto; / se van mis pies en dos tiempos de polvo. // ¡Se te va todo, se nos va todo! // Se va mi voz, que te hacía campana / cerrada a cuanto no somos nosotros. / Se van mis gestos, que se devanaban, / en lanzaderas, delante de tus ojos. / Y se te va la mirada que entrega, / cuando te mira, el enebro y el olmo. // Me voy de ti con tus mismos alientos: / como humedad de tu cuerpo evaporo. / Me voy de ti con vigilia y con sueño, / y en tu recuerdo más fiel ya me borro. / Y en tu memoria me vuelvo como esos / que no nacieron ni en llanos ni en sotos. // (…) ¡Se nos va todo, se nos va todo!
En una “autobiografía” publicada en la revista Mapocho en 1988, Gabriela se encargaría de precisar el tono de su amor con Romelio:
“ […] digo con la franqueza ruda con que hablo a los propios, que me cuesta un mundo entrar en un comentario amoroso de mí misma. […] se han hecho disparates tan descomunales a este respecto, que esta vez tengo que hablar y no por mí sino por la honra de un hombre muerto. […] Romelio Ureta no era nada parecido, ni siquiera era próximo a un tunante cuando yo le conocí. Nos encontramos en la aldea de El Molle cuando yo tenía sólo catorce años y él dieciocho. […] Había en él mucha compostura, hasta cierta gravedad de carácter bastante decoro. Por tener decoro se mató.”
El joven trabajaba con un hermano que era el jefe de los ferrocarriles. En su ausencia, Romelio tomó un ingreso fiscal, “suma infeliz”, diría Gabriela, con la idea de restituirlo en breve. Pero…
“ […] vino un arqueo impensado de caja: el hermano andaba en Ovalle o en otro punto de la provincia y no pudieron comunicarse de ningún modo. Romelio Ureta era hombre tan pundonoroso como para matarse, antes de sufrir vivo una vergüenza. […]”
Gabriela Mistral llegó a ser directora de varios liceos. Fue una destacada educadora y desde muy joven visitó México, país al que amó al grado de sentirse mexicana. Aquí fue una decidida militante de la reforma educativa de José Vasconcelos. En Estados Unidos y Europa estudió las escuelas y métodos educativos. A partir de 1933, y durante veinte años, desempeñó el cargo de cónsul de su país en ciudades como Madrid, Lisboa y Los Ángeles, entre otras.
Los poemas para niños de la Mistral se recitan y cantan en muchos países. En 1945 se convirtió en la primera latinoamericana en recibir el Premio Nobel de Literatura. Posteriormente, en 1951, se le concedió el Premio Nacional de Literatura de su país.
A su primer libro de poemas, Desolación (1922), le siguieron Ternura (1924), Tala (1938), Lagar (1954) y otros. Su poesía, llena de calidez, emoción y marcado misticismo, ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán y sueco, e influyó en la obra de muchos escritores latinoamericanos posteriores, como Pablo Neruda y Octavio Paz.
Se le ha llamado escritora modernista, pero como la verdad no tengo idea de qué sea eso o cómo se lea, transcribo lo que de su obra leí en algún texto académico: su modernismo no es el de Rubén Darío o Amado Nervo, ya que ella no canta ambientes exóticos de lejanos lugares, sino que se sirve de su estética y musicalidad para poetizar la vida cotidiana, para “hacer sentir el hogar”.
Pero yo, sentado a la sombra de la higuera en El Lencero y muy cerca de su efigie en bronce, lo único que siento es que haya muerto de amor.