Juego de ojos/Miguel Ángel Sánchez de Armas
Medio pan y un libro
La lectura y los lectores son visitantes frecuentes de esta columna. Esto es lógico pues soy un aprendiz de escribidor que adquirió precozmente un vicio que ni castigos ni sangre han aliviado: la pasión por los libros.
Ya mayor conocí a Edmundo Valadés y él me dijo que leer es “nunca más volver a estar solo”. Supe que Gorki encontraba que al recrear sus lecturas las distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia porque literatura y vida se le habían fundido en una sola esencia. Para él un libro era una realidad viviente y parlante. Menos “una cosa” que todas las “otras cosas” creadas o por crearse. Más adelante no me sorprendió enterarme que Goethe también creía que al leer no es que aprendamos, sino que nos transformamos, y alguna vez me pregunté cómo había sido que Vasconcelos hablara de libros que se leen de pie y libros que se leen sentados, estando seguro de que había sido yo el autor de esta máxima.
Así como un tono de voz, un aroma o un roce de piel nos pueden cambiar la vida, también un párrafo, el resplandor de una frase o la melodía de una metáfora pueden tener ser como un rayo y poner de cabeza el mundo en el que hasta en ese momento vivíamos plácidamente.
Es curioso que el libro moderno -con la apariencia que hoy conocemos- tenga más de 560 años y la celebración mundial de su día tenga apenas 22, porque fue en 1996 cuando la UNESCO declaró el 23 de abril como la fecha para celebrar este objeto lo mismo enaltecido que vilipendiado o temido. Cuando recordamos el Holocausto no olvidemos que los nazis echaron a la hoguera a casi tantos volúmenes como seres humanos y que los soviéticos eliminaron a tantos o más que ucranianos.
Los extremos de este timor libris van desde un alto funcionario mexicano de pena ajena que prohibió a su hija leer Aura de Fuentes y se quejó de la escuela que le había proporcionado esa sucia lectura a la niña, hasta la orden de arresto contra el “agitador revolucionario Matigari” por conspirar para derrocar al régimen librada por el gobierno de Nigeria cuando Nguyi wa Th´iongo publicó con ese título una novela ¡basada en una leyenda kikuyo!
En apariencia inocente, el libro es un símbolo del saber y quizá por ello la relación entre libros y poder transita entre vicisitudes. Los libros encierran misterios, son objetos subversivos y desconcertantes para el poder. Desde el gran Galileo, condenado a cadena perpetua por el Santo Oficio en 1633 por apóstata, hasta los cientos de periodistas y escritores que hoy purgan condenas en muchas cárceles del mundo contemporáneo, cientos de obras han sido paridas tras barrotes.
En el caso de Galileo, a consecuencia de la condena que le fue impuesta, de 1633 a 1642, año de su muerte, su obra se desarrolló técnicamente bajo la condición de encarcelamiento, aunque se encontraba en lo que hoy llamaríamos arresto domiciliario. En esos nueve años el pisano escribió su Discursos sobre dos nuevas ciencias donde se ocupa de los fundamentos de la mecánica, piedra angular de los desarrollos posteriores en física.
La Inquisición también llevó a la cárcel a Fray Luis de León, el religioso agustino renacentista, poeta y humanista, por traducir a la lengua vulgar el Cantar de los Cantares, arrebatador texto que da ñáñaras a los más ortodoxos, convencidos de que la sensualidad no debería estar en El Libro. Durante los años que Fray Luis de León estuvo encarcelado escribió De los nombres de Cristo y otros poemas.
Un caso emblemático es el de Antonio Gramsci, quien fue encarcelado en 1926, tomando como pretexto un atentado sufrido por Mussolini. Gramsci era periodista además de teórico y usaba los medios para dar difusión a sus reflexiones y alimentar el trabajo político. El ministerio público que pidió 20 años de cárcel para él dijo en el juicio que por lo menos ese tiempo se debía “impedir a ese cerebro funcionar”, así de peligrosos eran considerados sus escritos. Casi 24 meses tomó a Gramsci lograr que le dieran papel y pluma, con lo que el creador de conceptos como “bloque histórico” e “intelectuales orgánicos” pudo plasmar su legado a las ciencias sociales en los famosos Cuadernos de la cárcel.
Los 27 años de encarcelamiento de Nelson Mandela y su incansable lucha contra el apartheid lo convirtieron en un símbolo que lo condujo de la condición de ex presidiario a la de galardonado con el premio Nobel de la Paz. Su libro autobiográfico El largo camino a la libertad es otra faceta de su activismo.
Isaac Bábel fue víctima de las purgas con las que el padrecito Stalin intentó acallar a muchos intelectuales que podían poner en tela de juicio su particular concepción revolucionaria. Daniel Defoe, el autor de la conocidísima novela Robinson Crusoe, estuvo encarcelado por sus actividades políticas y especialmente por haber escrito El camino más corto con los disidentes, un texto irónico, y por ello más leído, sobre el combate a la disidencia. Fue sentenciado a la picota, en la Pérfida Albión el equivalente de la guillotina francesa. Defoe, lejos del arrepentimiento, escribió un poema llamado “Himno a la picota”, porque cuando estuvo expuesto, los curiosos le arrojaban flores en lugar de piedras como era la costumbre.
Cervantes comienza el Quijote en la prisión de Sevilla en 1597. Oscar Wilde escribe De profundis en su celda. Ezra Pound, quizá el mayor poeta en lengua inglesa del siglo XX fue acusado de propagandista de Benito Mussolini. Después de la guerra el ejército gringo lo tuvo seis meses encerrado en una jaula de tiras de acero, con un foco permanentemente encendido, una cubeta en vez de W.C. y dos sábanas. Luego lo declararon peligroso y loco y lo confinaron en el hospital psiquiátrico Saint Elizabeth de Washington D.C. durante 14 años. Es decir, igual que Alexander Solyenitzin en su Archipiélago Gulag, el mentor de James Joyce tuvo su propio archipiélago a orillas del Potomac, en donde ondea la Old Glory.
La relación de lo humano con los libros fue magistralmente expuesta por Federico García Lorca en septiembre de 1931 durante la inauguración de la biblioteca del pueblo Fuente Vaqueros, en Granada. Medio pan y un libro, tituló la alocución, en donde cantó:
“No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro […].
“¡Libros! ¡Libros! He aquí una palabra mágica que equivale a decir: «amor, amor», y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: «¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!». Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.”