Juego de ojos/Miguel Ángel Sánchez de Armas
El más triste de los alquimistas
En una noche de bohemia en un café de la ciudad de México con su amigo René Tirado, Jorge Cuesta escribió en una servilleta: “Porque me pareció poco suicidarme una sola vez. Una sola vez no era, no ha sido suficiente”.
Hace 77 años, en el sanatorio del doctor Lavista en Tlalpan, se quitó la vida este cordobés atormentado cuya deslumbrante inteligencia vivía protegida en una personalidad oscura y compleja, poliédrica diría yo, que en materia de letras se conducía con rigor científico y en la vida científica era muy capaz de utilizar su propio cuerpo como terreno experimental.
Cuesta nació en Córdoba en el seno de una familia dedicada al cultivo de la caña, el café y la naranja. A los 18 años se trasladó a la Ciudad de México a terminar sus estudios en la Escuela Nacional Preparatoria y cursar una carrera en la facultad de química de la UNAM. Conoció a Gilberto Owen y se integró al grupo Contemporáneos en donde fue la figura intelectual más poderosa e incómoda. En su obra podemos encontrar el germen de muchos de los pensamientos políticos y literarios de Octavio Paz, quien habría de polarizar a la siguiente generación literaria mexicana, aquella reunida en torno a la revista Barandal, y que se veía a sí misma actuante en un mundo altamente politizado en el cual la revolución soviética de octubre marcaba un rumbo a seguir.
Al analizar su personalidad no se debe perder de vista la formación científica que nunca dejó de ejercer. En su natal Córdoba trabajó en el ingenio “El Potrero”, en donde perfeccionó un sistema para la destilación de ron; fue funcionario de una agrupación profesional de químicos y desarrolló diversas sustancias cuya efectividad probaba en su propio cuerpo, a la manera de los alquimistas medievales.
En cierta ocasión quedó durante varios minutos en estado cataléptico después de ingerir una pócima destinada a provocar ciertos procesos de conservación vegetal. Era, en descripción de Elías Nandino, “completamente ajeno a su cuerpo. Su existencia se consumaba por su evasión. Como el radium, se hacía presente por el poder que esparcía. Su cárcel molecular quedaba borrada ante la fuerza de su irradiación [...]”
Su otra persona, la literaria y artística por así decirlo, a riesgo de trivializar la descripción de este complejo y alucinante personaje, la encuentro en un pasaje de Octavio Paz, quien lo conoció en 1935 siendo estudiante y Cuesta ya un ensayista admirado:
“Eran los días en que se debatía el tema de la ‘educación socialista’. La disputa llegó a la Universidad. El Consejo Universitario discutió con pasión el asunto. Los estudiantes nos agolpábamos en los patios y los corredores del edificio. La lenta marea humana me empujó hacia las puertas en el momento en que salía Cuesta. Alto, delgado, elegante, vestido de gris, rubio, ojos de perpetuo asombro, labios gruesos, nariz ancha, extraña fisonomía de inglés negroide. Comenzó, en medio de la multitud y los gritos, una conversación entrecortada. A los pocos minutos dijo:
“-¿Le interesa mucho lo que ocurre aquí?
“-No demasiado. ¿Y a usted?
“-Tampoco. Lo invito a comer.
“Salimos de San Ildefonso y Jorge me llevó a un restaurante. Mi emoción y mi nerviosismo deben de haberle divertido. Era la primera vez que yo comía en un lugar elegante ¡y con Jorge Cuesta! Hablamos de Lawrence y de Huxley, de Gide y de Malraux, es decir, de la curiosidad y de la acción. Esas horas fueron mi primera experiencia con el prodigioso mecanismo mental que fue Jorge Cuesta. Al hablar de mecanismo no pretendo deshumanizarlo; era sensible, refinado y profundamente humano. Pero su inteligencia era más poderosa que sus otras facultades; se le veía pensar y sus razonamientos se desplegaban ante sus oyentes como si fueran algo pensado no por sino a través de él.”
[Me gusta la perspicacia de Paz al describir “la extraña fisonomía de inglés negroide” de Cuesta. Ignoro si estaba al tanto de sus orígenes étnicos y si al dibujarlo sabía que su nombre completo era Jorge Mateo Cuesta Porte Petit... apellido este que evidencia la herencia de esclavos africanos.]
El grupo Contemporáneos tuvo el sello de la intelectualidad. Sus militantes abrieron la puerta a la producción literaria mundial, tuvieron la osadía de romper con la tradición artística mexicana del nacionalismo y, parafraseando a Fernando del Paso, obtuvieron legítimamente invitación al gran banquete de la cultura mundial contemporánea.
Este carácter es sumamente acusado en Cuesta. Encuentro una subdivisión en su obra: junto a los profundos ensayos y su breve obra poética –que por cierto no vio publicada en vida- vive una producción que a riesgo de parecer herejía podría llamar periodística, y que, guardadas todas las distancias y proporciones, podría compararse con las columnas políticas, en donde abordaba temas sociales cotidianos, lo mismo las consecuencias de una campaña gubernamental contra el alcoholismo que reseñas sobre obras de teatro o asuntos político-sociales de la capital y los estados.
En una época en que la aparición de corrientes llevaba aparejada la necesidad de su defensa porque el proceso de ruptura y recomposición se producía en poco tiempo, la adopción de las tendencias se convierte inevitablemente, como ya lo he dicho, en una lucha política. Jorge Cuesta llama la atención porque su campo de batalla en la defensa del movimiento literario no se restringía a la poesía.
Cuesta asumió la defensa de la producción literaria frente al poder. Su exigencia por el respeto a la libertad de expresión es digna de encomio en los anales del periodismo. Con una extraña mezcla de valentía e ingenuidad, pero con una firmeza sin réplica, se rebeló contra la censura, lo mismo contra funcionarios guatemaltecos cuando Carlos Mérida sufrió los embates de su gobierno, que cuando luchó en los tribunales contra la censura a Cariátide, la novela de Rubén Salazar Mallén.
Salazar Mallén, autor de la novela, y Jorge Cuesta como director de la revista Examen en la que se publicó un fragmento, fueron acusados de ultrajes a la moral, acusación que debieron enfrentar en los tribunales. Cuesta denunció el asalto del poder contra la prensa para censurarla y enfrentó la campaña del Excélsior de la época, paladín en las acusaciones de procacidad contra la novela: fue a instancias de este diario que se inició el juicio contra los escritores.
La defensa que Jorge Cuesta hizo de los colaboradores de la revista bajo su dirección y el rechazo tajante a la acusación de haber cometido un delito de prensa, no es actualmente lugar común entre los directores de medios cuando alguno de sus colaboradores es sometido a censura.
La firmeza y las convicciones de su papel como periodista, como director de una publicación y como artista, hacen de Jorge Cuesta no sólo un mejor escritor sino un verdadero ejemplo para el periodismo mexicano. Se trata sin duda de una fuente en la que se debe abrevar más a menudo.
Cito a Rodolfo Mata: “Cuesta aparece en claroscuro como un ‘sueño de la razón’. Y si como escritor la oscuridad le era reprochada reiteradamente -cuenta Xavier Villaurrutia en su ‘In memoriam: Jorge Cuesta’-, esto le divertía al grado de hacerlo reír. Después de todo, la muerte de ‘el más triste de los alquimistas’ dejó el rastro de una oscuridad multiforme, proteica –y por eso semi-demoníaca-, que se repite y se reescenifica en [su poema] Canto a un dios mineral”... del que regalo a los lectores un fragmento:
Signos extraños hurta la memoria, / para una muda y condenada historia, / y acaricia las huellas / como si oculta obsecación lograra, / a fuerza de tallar la sombra avara / recuperar estrellas.
28 de julio de 2019
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