Juego de ojos/Miguel Ángel Sánchez de Armas
El alarido de la libertad
Aunque de la obra de Henry Miller los Trópicos han sido mis novelas favoritas, Los libros en mi vida ejerce en mí una gran fascinación, como sin duda sucede a todos los adictos a la lectura que se acercan a ese libro.
Los libros en mi vida es un texto de una belleza extraña porque hace las veces de confesionario de las lecturas de mayor influencia en este autor. Miller no defiende sus preferencias literarias, sólo las presenta. Es como una larga reseña de lecturas a las que no califica sino explica cómo las percibió, cómo las sintió, con cuáles se quedó y por qué.
Se trata de un libro impresionista: en eso radica su valor y quizá también su excepcionalidad, pues no me es claro el por qué un lector empedernido como lo fue Miller llevara un registro –que no selección- tan acucioso de sus lecturas.
Afirma Miller en esta obra: “El libro que yace inane en un anaquel es munición desperdiciada. Los libros deben mantenerse en constante circulación como el dinero. ¡Prestad y tomad prestado ambas cosas: libros y dinero! Pero especialmente libros, porque los libros representan infinitamente más que el dinero. El libro no sólo es un amigo sino que sirve para hacernos conquistar amigos. El libro enriquece al que se apodera de él con toda el alma, pero enriquece tres veces más al que lo analiza”.
A lo largo del texto van apareciendo reflexiones sobre la lectura, la educación o el proceso de aprendizaje. Reflexiones profundas e impactantes que hacen de este volumen una obra de lectura y relectura. Miller retoma en algún pasaje de Los libros en mi vida una frase de Goethe que me parece reveladora del tipo de lector que fue: “Leyendo no aprendemos nada, nos convertimos en algo”. La lectura no como un ejercicio erudito sino como una forma de vivir.
Miller afirmaba que no corregía nada... sin embargo, su estilo fluido y cuidado, desde mi punto de vista, no sugiere esto de ninguna manera.
El coloso de Marusi -que narra su estancia en Grecia, a donde fue invitado por su amigo y admirador, Lawrence Durrell; Primavera negra -que narra su infancia- y otros, como Locas por Harry, Un domingo después de la guerra o El ojo cosmogónico, me parecen los ejercicios literarios en los que Miller se aplicó más a la técnica.
En toda la obra de Miller lo que prevalece es el espíritu libérrimo que lo singularizó y su gran devoción a la vida en su mejor sentido. Me confieso un rendido admirador de su obra quizá con excepción de su último libro, Querida Brenda: las cartas de amor de Henry Miller a Brenda Venus. Parece que en esta obra del ocaso de su vida, el tiempo, ese verdugo implacable, le cobró facturas que son evidentes tanto en la calidad literaria como, lógicamente, en su vitalidad, minada por los años y por la enfermedad.
Querida Brenda no fue escrito precisamente como un libro: fueron cartas que Miller dirigió a la actriz Brenda Venus, en quien encontró un rayo de luz y un aliento de vida cerca de su final, en junio de 1980, cuando tenía 89 años. Siempre he albergado dudas acerca de si Miller hubiese sumado esta relación epistolar a su obra propiamente dicha.
El sello de la obra de Henry Miller es un carácter autobiográfico. Creo que en realidad lo que hacía era contar la historia de muchos que tropezaban con él en la vida. El tono narrativo de sus novelas le permitía incluir descripciones sumamente prolijas incluso de los personajes más incidentales. Quizá esta es una de las razones que nos hacen percibir tanta vida y tanta diversidad en sus libros. Gustavo Sainz, otro lector rendido de Miller, afirmaba que la literatura nos da la oportunidad de vivir vidas que nunca viviremos. La obra de Miller nos ofrece, en ese sentido, un asombroso abanico humano.
Además de su admiración por la libertad, el amor y el placer, Miller fue un devoto de la amistad. Gran cantidad de pasajes en su vida y una parte importante de su producción están signados por la relación con los muchos amigos que fue cosechando a lo largo de su existencia.
En el estudio de la obra de Miller son muy importantes Lawrence Durrell y Alfred Perlés, este con el libro señero Mi amigo Henry Miller y aquel con su labor de apoyo en la producción editorial de su obra, así como los artículos que sobre la obra de Miller publicó en diarios y revistas. Durrell dijo que “El lugar de Miller estará entre esas torres anormales de la creación, como Whitman y Blake, que nos han dejado no sólo obras de arte, sino un corpus de ideas que explican e influyen todo un tipo de cultura”.
Alfred Perlés incluye en su libro una pormenorizada relación de las obras de Miller en orden cronológico (hasta 1974), en la que se puede apreciar que en sentido estricto Trópico de Cáncer no fue la primera novela, sino This Gentile World, también conocida como Crazy Cock, novela que terminó en 1929 y que permaneció inédita hasta 1991 cuando se publicó en inglés prologada por Erica Jong (al siguiente año apareció la versión en español).
Sin embargo, el propio Miller reconocía como primera novela a Trópico de Cáncer porque fue el libro con el que supo que era escritor. Entre los hispanoparlantes estudiosos de su obra destaca el ensayo de Juan García Ponce “Radiografía de Henry Miller” que se incluyó a manera de prólogo en la edición en español de Primavera negra publicada por la editorial Rueda en 1974.
Leamos a Miller con alegría y aprendamos a mirarnos sin temores. Declaró este escritor: “Si soy inhumano es porque mi mundo ha sobrepasado sus límites humanos, porque ser humano parece algo pobre, lastimoso, miserable, limitado por los sentidos, restringido por preceptos morales y códigos, definido por trivialidades e ismos [...]
“Quiero un mundo de hombres y mujeres [...] de ríos que te lleven a algún lugar, no ríos que sean leyendas, sino ríos que te pongan en contacto con otros hombres y mujeres, con la arquitectura, la religión, las plantas, los animales: ríos que tengan barcos y en los que los hombres se ahoguen, no se ahoguen en el mito y la leyenda y los libros y el polvo del pasado, sino en el tiempo, el espacio y la historia. [...]
“Puede que estemos condenados, que no haya esperanza para nosotros, para ninguno de nosotros, pero, si es así, ¡lancemos un último alarido agónico, espeluznante, un chillido de desafío, un grito de guerra! ¡Al diablo las lamentaciones! ¡Al diablo las elegías y las endechas! ¡Al diablo las biografías y las historias, las bibliotecas y los museos! Que los muertos se coman a los muertos.
“Bailemos los vivos al borde del cráter, una última danza agónica. ¡Pero una auténtica danza auténtica!”.
Amén.