Hacer política
Hacer política, dedicarse a la cosa pública, ya sea desde su análisis o su ejercicio práctico, implica por lo general una vocación, que puede o no acompañarse de creencias, ideologías, ambiciones, anhelos; motivaciones que lo mismo emanan de un genuino interés individual por los asuntos comunitarios, que de una colectividad aglutinada en un movimiento social, el deseo natural de poder y reconocimiento o del apetito de apropiación de bienes públicos, casi siempre arropado por una red de individuos que hacen de su causa objetivo compartido.
Sean cuales fueren las motivaciones que circundan al ejercicio de la política, ya sea porque se vive de o para la política, como objeto de estudio o como modo de vida, en las determinaciones sobre las que se gobierna, se legisla, se moviliza o sobre lo que sesudamente analiza, guardan cierto grado de incidencia sobre los otros, los seguidores, los que escuchan, los que leen, el electorado, otros que hacen, opinan y difunden política, referencias que reales o ficticias construyen eso que conocemos como opinión pública.
Esta construcción es de ida y vuelta, es un proceso que se autorreproduce, se alimenta del acontecer tanto como de las narrativas que las distintas posiciones de poder buscan imponer. La diversidad o la prevalencia de una visión de la vida pública o de quien detenta mayoritariamente el poder, repercute invariablemente en la manera en la que, quienes participan de y para la política lo hacen, cuyas acciones suelen deslizarse en el carril de lo pragmático, ese que por oposición tiende al alejamiento ideológico o programático.
De modo que, en contextos de clara hegemonía política, con controles debilitados, espacios de contraste cerrados o limitados; los incentivos para hacer política desde posiciones distintas no solo se reducen, sino que encuentran en el acomodo complaciente y la sujeción al poder, la malgama para la sobrevivencia, en un sistema que invalida a quienes no se supeditan a su escala de reglas y valores, que no responden a otra cosa, sino a la permanencia del grupo dominante.
A finales del año pasado, un grupo de expriístas lidereados por los exgobernadores del Estado de México y Oaxaca, Eruviel Ávila y José Murat, anunciaron la conformación de la Alianza Progresista en favor de la candidata presidencial morenista y puntero en las encuestas, Claudia Sheinbaum. ¿Qué otras motivaciones, sino las de la supervivencia política pueden orientar la adhesión de personajes que por años defenestraron las causas de la izquierda mexicana? La ventaja en las encuestas electorales del partido gobernante sobre la oposición, rumbo a la elección de junio próximo, es el lubricante que acomoda lo impensable.
En el mismo sentido, la repartición de candidaturas y burocracias locales, resultado de la alianza de partidos opositores, tal como lo han revelado esta semana los acuerdos cupulares en la elección de 2023 en Coahuila, son no solo reflejo de la oligarquización de las decisiones partidarias, sino de este mismo entendimiento del poder concentrador, unipersonal o familiar, de esta misma forma de hacer política, intransigente, de avasallamiento y control férreo de quienes por un lado ostentan el poder, y por otro, la de la sumisión de quienes aguardan en la rebatinga las cada vez menos posiciones o candidaturas con posibilidades de triunfo. Vea como botón de muestra, lo que ocurre en todos los partidos en las definiciones de sus candidaturas al Senado.
Aun cuando la pluralidad de posturas no garantiza el resultado en las determinaciones políticas, congruentes con los valores democráticos, su distribución dividida y compartida obliga a dinámicas de poder equilibradas, en las que naturalmente no prevalece una sobre otra, sino que se necesitan, se observan, se vigilan, son complementarias, fuerzan el hablar, el debate, el consenso, pues es ahí donde se funda su legitimidad; por lo tanto, obligan a hacer política desde un proceso de racionalización en busca de la deliberación pública, que tiene como primer requisito, el reconocimiento del otro como actor válido, que no necesariamente coincidente.
Por ello hacer política desde la pluralidad, desde una visión democrática del poder, no solo permite, sino que propicia la crítica, la reflexión y el disenso, construye, no impone, ni excluye, no ve en el poder patrimonio sino oportunidad y trascendencia, sabe que el poder es finito, que no le pertenece porque representa una responsabilidad más que un bien personal o de grupo, entiende la importancia de las reglas y los controles más allá de las voluntades o buenas intenciones, porque sabe que hacerlo, es garantía de permanencia en el juego político democrático, donde la omnímoda presencia de hoy puede eventualmente convertirse en la minoría de mañana.
Reconocer las motivaciones, propias y las de los otros, en un año electoral como el que vive nuestro país es clave para recuperar el sentido de lo público, el para qué de lo político, más allá de la competencia de cargos, es observar y observarnos desde el espejo del poder, sobre la manera en que entendemos y participamos en la vida pública.