El nuevo mundo no es democrático/Felipe de J. Monroy
El nuevo mundo no es democrático
Por una inmensa cantidad de razones no tengo ninguna preferencia ideológica, política o personal con ninguno de los contendientes a la presidencia de los Estados Unidos. No la he tenido en el pasado y quizá no la tenga en el futuro. Pero, como todos, no dejo de mirar al proceso electoral norteamericano por una preocupación central: el futuro de la democracia y el papel que habrá de jugar en lo que resta del siglo.
Es de todos sabido que los Estados Unidos, más allá de su poderío económico y militar, tiene una voz moralizante respecto a los procesos políticos en otros países debido a que en sus 244 años de existencia no ha padecido dictaduras, golpes de estado o juntas militares. Cierto, ha vivido magnicidios terribles y la suprema ambición que desde el dios dinero busca definir muchas de las políticas sociales, culturales y demográficas de la nación americana e incluso más allá de sus fronteras.
La innegable solidez de sus instituciones (otra cosa es que nos agraden) pareció siempre estar respaldada en esas tres palabras con las que inicia la Constitución norteamericana: ‘We the people’ (Nosotros, el pueblo). La vocación democrática de una nación que ininterrumpida y puntualmente ha celebrado procesos electorales ha sido al parecer suficiente argumento para que los norteamericanos quieran llevar ‘libertad, paz, democracia y progreso’ a otras naciones independientemente de que estas lo deseen o no.
Sin embargo, la post-democracia es una realidad en los Estados Unidos y, gracias a sus nefastos tentáculos en la vida de otros pueblos, parece que será la condición del nuevo mundo. No se trata sólo de los evolucionados procesos de corrupción antidemocrática que se viven en cada elección, las trampas, las mañas o los robos a los que estamos acostumbrados. Estamos hablando de la creciente conciencia popular de que la democracia es inútil, demasiado costosa (económica y anímicamente) y, lo peor, perpetuadora de la injusticia.
No podemos ser ingenuos, desde el minuto cero de la democracia norteamericana, la tentación de las trampas y los robos ha estado presente y se ha ejercido de muchas maneras en dos siglos y medio. El actual robo electoral, sin embargo, ha evolucionado a un punto tal que, con tal de obtener votos, los ‘cuartos de guerra y estrategia electoral’ han ido demasiado lejos: han hackeado la psique del electorado, de la persona humana en sí en donde ya no hay aprendizaje posible sólo hay certezas y prejuicios.
La manipulación (algunos la llaman ‘acción estratégica’) de los medios de comunicación, las redes sociales, la cultura, el consumo y la educación ha buscado cambios actitudinales, psicológicos y emocionales de segmentos electorales específicos. Y quizá los hackers lo han logrado, aunque con resultados no del todo esperados. Esta manipulación parece estar basada en la sentencia orwelliana ‘El poder consiste en hacer pedazos las mentes humanas y volver a unirlas en nuevas formas que elijas’ y, los estrategas, eligieron radicalizar la preferencia del electorado no sólo en un dirigente sino en un símbolo, una convicción absoluta.
La polarización es una pequeña palabra para expresar una compleja realidad en donde la ciudadanía se desgarra en las ciudades, en las calles, en los hogares y en la propia mente del elector. La polarización destierra el discernimiento y aniquila el diálogo, pero no sólo para la elección entre opciones sino en la reconciliación y cooperación entre ellas.
En el fondo, lo que menos importa ahora es cómo concluya el proceso electoral norteamericano y cómo se confirmen o no los fraudes realizados por todos los participantes. El mundo ha conocido los efectos reales de la polarización social y ahora se cierne sobre todos los pueblos el desencanto de la democracia. En el oscuro rincón que pensamos controlado sonríen por lo bajo los profetas carismáticos de las nuevas movilizaciones y los detentadores del poder fáctico-económico que siembran en la agenda pública obsesivas ideologías vacías. Pueden nombrarlo como gusten, pero ya lo había dicho Orwell en ‘1984’: “No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura”.