El evangelio hoy/Mateo Calvillo Paz
Tiempo Ordinario,
Ciclo C, domingo 30
EN UN MUNDO DE SADUCEOS
Nuestra fe en la resurrección y la vida inmortal está muerta, no influye en la vida ni orienta a la inmortalidad.
En tu vida. Celestino, vecino de Juan, no preparó su entrada al cielo. Hasta el fin sólo buscó a médicos y brujos.
Sus familiares, no se preocupan de su salvación. Tienen ciegos los ojos de la fe
Dios habla. Nuestra gente vive totalmente ocupada en los bienes del cuerpo, en el “hoy”. Son libertinos, mundanos, viven absorbidos por los negocios terrenales y los placeres.
Olvidan la dimensión trascendente de su persona. Vagamente llevan en la memoria la vida eterna y la plenitud de delicias, pero no como una meta real y maravillosa que oriente poderosamente sus vidas. La tienen como un cuentito o como algo incierto. No hay nada más que la realidad del mundo.
Su fe está moribunda y no les “ha dado un consuelo eterno y una feliz esperanza, (de manera que) los dispongan a toda clase de obras buenas y buenas palabras”, como anuncia San Pablo.
Como los saduceos, los creyentes no creen en el cielo con una fe cierta y operante. Tienen una idea distorsionada de las realidades de la vida y de la inmortalidad, como el matrimonio en esta vida y en la resurrección.
Jesucristo, que viene de la otra vida, da una luz clarísima sobre la realidad. En respuesta a los saduceos afirma: “en la vida futura… Los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado”.
Ahora la gente tiene una concepción reducida de la vida, no tienen la experiencia de la fe, no tienen el sentido de los bienes definitivos, verdaderos, plenos. Es una realidad apagada, sin atractivo.
Hay testimonios de creyentes que tienen un sentido muy vivo del mundo de Dios, al grado de despreciar las promesas fabulosas y la muerte ante la visión de los bienes verdaderos y eternos.
Antes de Cristo, los macabeos, siete hermanos valientemente entregaron su vida, en vista de Dios y sus bienes eternos. Ellos tienen la mirada puesta en el Dios y la vida eterna: “asesino, tú nos arrancas la vida presente pero Rey del universo nos resucitará a una vida eterna… Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se tiene la firme esperanza de que Dios nos resucitará”. Debemos recordar los católicos de Cristo estas palabras ante la amenaza de los narcos y denunciar el crimen y defender a los pobres indefensos.
La vida después de la muerte es el despertar del mundo más bello y feliz. Es como el amanecer de la luz del sol después de una noche de pesadillas.
El salmo 16 canta idílicamente la vida de Dios y de la resurrección y el premio más grande, soñado: “yo, por serte fiel contemplaré tu rostro y al despertarme me saciaré de tu vista”.
Cerca de Dios comprenderemos la vida con su dimensión de inmortalidad, “para que con el alma y el cuerpo bien dispuestos podamos cumplir lo que es de tu agrado”, le suplicamos a Dios.
Que él transforme nuestro ser total, despierte en nosotros el sentido de fe y el deseo de Dios.
Vive intensamente. Necesitamos convertirnos, dejarnos renovar por Dios y abrir los horizontes de plenitud e inmortalidad.
Cristo está aquí. La misa es una probadita del mundo de la resurrección. Recibimos el cuerpo y la sangre del Señor, alimento de vida eterna.