Dignidad en la indignación
Hay quien dice que la democracia sirve mucho menos para elegir y más para castigar al mal gobierno con su reemplazo o destitución. El que no hace bien la tarea habrá de sufrir el voto de rechazo con premio para el opositor, a veces sin mérito. Eso de la innata sabiduría del pueblo y su infalibilidad es patraña propia del pensamiento mágico; el pueblo también se equivoca, más al premiar que al castigar. Así se dice del arribo de los populistas, sean Milei, López Obrador, Bukele o Bolsonaro. La razón de su victoria es el deterioro moral del régimen derrotado. En cierto sentido votar por la oposición es tema de dignidad colectiva.
La región latinoamericana se ha caracterizado en la última década por la alternancia. Todos los países la han experimentado con excepción de Paraguay, aunque seguramente el presidente de El Salvador, Nayib Bukele no conocerá derrota y no es para menos, su aprobación es abrumadora por su logro para ganarle la batalla al crimen, tarea elemental del Estado. La crisis no siempre se muestra en alternancia en la normalidad, también se da la separación anticipada del cargo como en Perú con Pablo Kuczynski y Pedro Castillo, antes en Brasil con Dilma Rousseff y en Guatemala con Otto Pérez Molina.
En México existen visiones encontradas sobre qué ocurrirá con la renovación de poderes nacionales el próximo año. Por una parte, el presidente López Obrador mantiene una elevada aprobación y, por la otra, una mala calificación del desempeño presidencial. Más aún, los resultados gubernamentales contradicen los propósitos centrales de las razones de su victoria: la corrupción persiste, la violencia sigue creciendo, la desigualdad aumenta y surgen nuevos problemas como son el deterioro del sistema de salud y de educación, la merma de la libertad de expresión por la intimidación del presidente en el ámbito nacional y del crimen organizado en el local y la amenaza a la institucionalidad democrática.
La polarización producto del legítimo descontento ha contribuido al virtual estado de indefensión de la sociedad mexicana. Sirvió como estrategia para que López Obrador y Morena ganaran la elección en 2018; ya en el poder la utilizó para asegurar sus objetivos políticos y electorales, no para transformar el deficiente sistema de gobierno. Sí hubo un cambio, pero de corte autoritario y no deja de ser revelador la complicidad entre el presidente y la llamada oligarquía nacional. En el mismo sentido se ha transitado a la militarización de la vida pública y, especialmente, de la seguridad pública.
La polarización ha permitido al presidente refugiarse en las intenciones y avasallar cualquier resistencia en su empeño de concentrar el poder, así sean los factores de influencia, los medios de comunicación o las organizaciones civiles. La oposición también ha sido contenida, aunque el medio utilizado sea la intimidación mediante el uso político de la justicia penal y la cooptación. Lo más preocupante es el sometimiento del Congreso y la embestida contra el Poder Judicial y a la Suprema Corte de Justicia. La medida de la intolerancia es la descalificación presidencial al evento cultural más relevante del país, la FIL. La última trinchera de la resistencia ha sido la Corte y la última batalla se dará con el voto en junio del próximo año.
La realidad es que el escrutinio al poder es sumamente deficiente. Siempre fue así, pero ahora son extremos de escándalo. Sin ningún miramiento las grandes corporaciones de medios depuran sus espacios editoriales y se vuelven reproductores acríticos de la prédica moralista presidencial. El mandatario no se da por satisfecho porque pretende la sumisión total como quedó mostrado en la cobertura noticiosa e informativa por la tragedia del huracán Otis en Acapulco.
La alternancia puede hacerse presente. La clave está en que la oposición tenga la capacidad de interrumpir el ciclo del discurso oficialista, tarea no fácil por las fortalezas del régimen -no todas legítimas o legales-, pero tampoco imposible, por la creciente inconformidad en las zonas densamente pobladas.
En el fondo, la campaña opositora debe recuperar el sentido de indignación ante al abuso del poder, la mentira y las malas cuentas del gobierno. Se puede decir que no se requiere mucha argumentación para lograrlo; sin embargo, la tarea no es cuestión de razones, sino de emociones, técnica e instrumentos como el uso virtuoso de la comunicación y propaganda, aspectos en los que el oficialismo lleva clara e indiscutible ventaja.