Cuaresma, la incomprendida/Felipe de J. Monroy
Cuaresma, la incomprendida
Este 22 de febrero inicia para los fieles católicos la Cuaresma con el tradicional Miércoles de Ceniza. Aparentemente no hay mucho qué decir sobre ella porque cada año retorna; aunque regularmente nos sorprende porque su llegada -al igual que la Pascua- cae en distintas fechas.
Esto obliga a pensar en que los calendarios religiosos son de las pocas cosas que mantienen a los pueblos de la posmodernidad literalmente con los pies en la tierra y la mirada en los astros.
El miércoles de ceniza, la Cuaresma y la Pascua, por ejemplo, no pueden entenderse sin el equinoccio de primavera, sin la luna llena y sin los diversos ciclos de la naturaleza. Estos momentos, atados a ritos particulares según distintas religiones, son aún hebras culturales que nos entretejen con nuestro pasado y nuestro auténtico esfuerzo civilizatorio.
Supongo que no hubo razón más fuerte para que nuestros ancestros se preguntaran qué y quiénes somos que el haber contemplado las estrellas; como tampoco pudieron haber puesto la mirada en el futuro sin aprender con paciencia el ritmo con el que respira la vida en nuestro planeta.
En las últimas décadas mucho se ha escrito sobre cómo la modernidad y la posmodernidad parecen haber arrancado de buena parte de la humanidad contemporánea esta vinculación ancestral que hizo de nuestra corta y débil mirada un espejo para nuestra alma y un catalejo orientado a la esperanza.
La industrialización y el hiperconsumo, con su permanente disponibilidad e inmediatez de satisfactores, ha atrofiado la ternura y la expectación con la que se contempla un pan o un vino, una casa o un huerto; el tiempo se ha vuelto un estorbo para los deseos y, al mismo tiempo, un bien invisibilizado: ¿Cuánto debemos aguardar de la siembra a la cosecha? ¿Y cuánto debemos esperar a que un animal crezca para su sacrificio? ¿Cuándo florece un árbol y maduran sus frutos? ¿Y quién ha impreso ternura, cuidado y esperanza en esos brotes, en esas crías, en esos frutos para que finalmente nos nutramos de ellos?
La Cuaresma –al igual que otros momentos de reflexión, ascetismo y recogimiento de otras tradiciones religiosas– no puede ser reducida a la simpleza pragmática de una lista de prohibiciones institucionales. En una sociedad cada vez más descristianizada –alejada de normas y directrices católicas esencialmente–, la discusión respecto a los márgenes de restricción y libertad impuestas por normativas centenarias ha perdido todo sentido trascendente y fundante.
Pero aunque muchos hombres y mujeres de nuestra época ya no resguardan ni asumen las narrativas judeocristianas formales, no quiere decir que su humanidad no desee comprender o asimilar las fronteras su ‘trascendente naturaleza’. Nuestra época está marcada por intensas exploraciones místico-espirituales, algunas inspiradas por disciplinas orientales mal comprendidas y peor aplicadas; otras como improbables construcciones de sincretismos alucinantes; y, finalmente, otras incluso promovidas por el marketing comercial más rancio y utilitario.
Por ello, lejos de la tierra y el cielo, las razones y motivaciones de la disciplina católica respecto a la Cuaresma ya no son comprendidas ni asimiladas porque muchos de sus ritos han dejado de tener significado para aquella gente que está demasiado atareada en la modernidad o demasiado dispersa en la posmodernidad.
Según los eruditos, la Cuaresma es uno de los periodos litúrgicos confirmado y conmemorado por los cristianos más antiguos (incluso más que la Navidad o el Adviento); la literatura católica dice además que la Cuaresma “es un periodo destinado a honrar el ayuno de cuarenta días de Cristo en el desierto y a preparar al fiel para la celebración de la muerte y resurrección de Cristo”; y por ello, el creyente católico está invitado a vivir este periodo esencialmente con oración, recogimiento y penitencia.
“¿No son lo mismo la meditación, la paz interior y la privación de excesos y deseos?”, preguntaría con justicia algún agnóstico. Pero el creyente afirma que no, porque las primeras son actos motivados por la confianza en una divinidad necesaria de un mundo contingente y las segundas, animadas por una humanidad necesaria de un mundo ineludible.
Pero es claro que es preferible que mantengamos ese momento de pausa y reflexión en lugar de arrojarnos irreflexivamente a la máquina de actividad y consumo que domina nuestra época; porque sólo así puede apreciarse algo más que lo evidente. Ya lo dice este himno católico popular (popular en el siglo XIX): “Los astros luminosos, los invisibles mundos que surcan majestuosos del espacio los ámbitos profundos; los mares insondables que en la móvil arena donde su furia frena y precipitan sus ondas perdurables; los hervorosos montes que en columnas de lava y ceniza revientan y en rojiza luz inundan los negros horizontes; cuanto sublime en su fecundo seno encierra la natura sombra de tu grandeza y hermosura: Mientras tu faz nos vela, tu existencia, poder y amor revela”.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe