Corrupción y violencia
La inseguridad y la corrupción, en ese orden, son las dos principales problemáticas que advierten las y los mexicanos como las de mayor preocupación. En cuando menos los últimos 20 años, la percepción de ambos fenómenos es coincidente con las distintas mediciones, indicadores, estadísticas y registros, tanto de las instituciones públicas gubernamentales, como de los ejercicios que realizan periódicamente organizaciones civiles nacionales e internacionales.
Aun cuando se utilizan como elementos de contraste entre el pasado y el presente, entre los de un partido o de otro, los que gobernaron y los que lo hacen ahora; la realidad refleja una condición que permanece y que hace rato dejó de describir un momento o un espacio en el territorio nacional, la exclusiva participación de un grupo político, de colores o credenciales únicas, porque incluso los alambrados que les separaban fueron carcomidos en su omisión o complacencia, en la complicidad y la comodidad del poder.
Ambos fenómenos, si bien tienen como origen nuestra propia condición humana, en cuyo estado de naturaleza de potenciales depredadores de todos contra todos, reside la razón misma del Estado; su comportamiento en el tiempo bajo un estado civil, de leyes e instituciones, al menos bajo los parámetros de la democracia constitucional, de respeto a los derechos fundamentales y de control del poder, del equilibrio de poderes, sería por decir lo menos, insostenible, porque ello implicaría darnos por derrotados antes siquiera de intentar modificar la realidad.
Del mismo modo que, apelar a la buena voluntad, al hombre bueno, a la conciencia y a la autocontención para evitar violentar o corromper el orden social, sería una ingenuidad y la renuncia explícita del Estado a su primer y principal función, la de proveer seguridad y procurar el beneficio colectivo. Por ello, la importancia de someternos a las normas e instituciones como camisa de fuerza y acceso de entrada al pacto fundacional, que aspira a salvaguardar la vida, la de las personas como la de la vida social.
Es por ello que la inseguridad y la corrupción son dos caras de la misma moneda, la segunda es el facilitador que promueve la expansión de grupos de la delincuencia organizada, fuera y dentro del Estado; no es posible explicar el aumento de la criminalidad en las distintas regiones del país sin la complicidad de las autoridades, sin la acción u omisión de los depositarios del poder público, quienes aprovechando esa posición de privilegio, participan de manera más activa o pasiva en beneficio de un interés delictivo personal o de grupo, siempre en detrimento de la paz pública y que tarde o temprano terminan poniendo en riesgo a las personas, en su integridad como en sus condiciones de acceso a derechos.
Durante muchos años, se ha sostenido que la violencia en el país ha sido el desencadenante de un Estado capturado por el crimen organizado, cuya penetración en los distintos niveles en las estructuras de la administración pública, municipal, estatal y federal han puesto sobre la mesa los ingredientes que propician su reproducción. En este sentido, la impunidad juega un papel determinante, al convertirse en uno de los mecanismos que perpetúa la trasgresión de la ley y la conducta delictiva, tanto en delitos que atentan contra la seguridad de las personas como en aquellos relacionados con el abuso del poder público, y en el que la falta de castigos y responsabilidades, generalmente producto de la corrupción que no necesariamente de la eficacia institucional, atraviesa también de manera horizontal al resto de los poderes e instituciones autónomas incluidas las encardados de procurar e impartir justicia.
La corrupción como la inseguridad, han mermado por mucho en la confianza de la ciudadanía, en las instituciones como en la desvaloración de los regímenes democráticos (Latinobarometro 2023); la incapacidad de los gobiernos para hacer frente a estas problemáticas, por un lado desacredita su función, pero por otro normaliza o hace tirar la toalla ante dichas problemáticas, a veces tan arraigadas en el imaginario colectivo, que dificultan ya no digamos construir otras posibilidades sino tan solo imaginarlas. Pues del mismo modo que la delincuencia y la violencia se vuelven modos de vida para los habitantes de comunidades enteras en nuestro país, la corrupción es para no pocos, pase de permanencia que garantiza la posición o el ascenso en la política como en el servicio público.
Resulta casi imposible atender uno sin el otro, uno es indicativo y el otro incentivo, se complementan, hacen de su subsistencia camaradería compinche, por lo que avanzar en el combate a la corrupción no puede estar disociado de lo que ocurre en materia de seguridad, porque la primera es tan corrosiva que lo carcome todo, las instituciones, las leyes, la democracia, el tejido social, la confianza, los derechos, lo mismo la paz y la seguridad de los ciudadanos, que el acceso a la salud, la educación, la vida de las personas o el crecimiento económico de un país.
Tomarse con seriedad la corrupción, está más allá de un discurso o de acciones de control y ejercicio de los recursos, la corrupción es por sobre todo una concepción sobre el poder público, de la forma en que entendemos y nos situamos frente al poder, servidores públicos y ciudadanía, en la que nuestras acciones u omisiones serán la diferencia entre su paulatina erradicación o su redituable perpetuación, aunque ello signifique seguir poniendo juego la vida y la tranquilidad de las personas.