Cambió la mañanera
La complacencia de la sociedad mexicana sobre el abuso presidencial es de antología. Una y otra vez, a lo largo de seis años, López Obrador hizo del espacio informativo matutino prédica moral para mentir groseramente, incurrir en violaciones legales flagrantes como la divulgación de datos protegidos, calumniar arteramente a críticos y adversarios, así como injuriar a funcionarios judiciales o titulares de órganos autónomos. Su modelo de independencia fue la CNDH y su némesis la Suprema Corte de Justicia.
Hubo impunidad legal y social ante una sociedad pasiva y élites expectantes. La ilegalidad se normalizó y se impuso a la nueva presidenta en un contexto diferente. El perfil de la presidenta Sheinbaum asume costos mayores por los estándares de veracidad heredados. La mañanera como recurso eficaz de propaganda dio de sí y ahora es, más que todo, contraproducente e inoportuna especialmente para los temas o circunstancias críticas, ejemplo la inseguridad o la relación con Canadá y EU.
Una diferencia adquiere relieve, López Obrador era un actor disruptivo, sin ningún sentido de límite legal, ético o político del poder. La sociedad se acostumbró a lo largo de más de dos décadas de exposición pública. Su disculpa sobre afirmaciones falsas fue ocasional, una a quien esto escribe; el tema es la libertad amplia de la que gozaba, se puede decir que las condiciones de eficacia para lograr apoyo popular eran el fondo y forma de su mensaje mañanero, el que era replicado por los medios de información. Los extremos de irresponsabilidad e impunidad son irrepetibles, caso de la gestión criminal de la pandemia que significó cientos de miles de vidas perdidas.
La presidenta Sheinbaum está en situación muy diferente a la de López Obrador. Para mantener la cohesión del grupo gobernante es necesario acreditar afinidad sustantiva con el factor de unidad del régimen: el expresidente López Obrador. Así es por decisión, por sentido de lealtad y también por cálculo. Las acciones diferenciadas se cuidan para no despertar la ira del exmandatario a costa de la imagen de la presidenta.
Es preocupante lo expuesto que queda la presidenta Sheinbaum, su gobierno y el país en la compleja relación con el futuro presiente de EU, Donald Trump. Se fueron aquellos tiempos en los que se podía ningunear y retirar el trato privilegiado al embajador de EU, Ken Salazar y remitirlo a la ventanilla de la cancillería. La situación con él puede ser la misma, pero no con el gobierno de EU ni con el próximo embajador por los antecedentes belicosos y de confrontación de Marco Rubio, quien será secretario de Estado.
La presidenta queda muy comprometida con la obligada presencia mañanera. No responder es mensaje y hacerlo lo más seguro es que altere la estrategia en la que administrar el mensaje es fundamental. De esta manera, ha sido desmentida en dos ocasiones. La primera, por el primer ministro Justin Trudeau, quien en su sobrevivencia política se ha vuelto una ficha suelta ávida para ganar credibilidad a todo costo, incluso de su propia dignidad y la segunda por el mismo Donald Trump, quien presume haber escuchado lo que la presidenta Sheinbaum seguramente no dijo. Aclarar en sí mismo es un problema, no hacerlo todavía peor. Muy desafortunado el desliz que hace referencia al himno nacional.
Tener que salir a medios deja a la presidenta de México en condiciones de desventaja. No se trata, como ocurría con López Obrador, de reafirmar su autoridad y complacer al público. Ahora el destinatario son actores que no atienden los excesos de significado del mensaje presidencial. Desde luego, en este grupo están las autoridades, legisladores y medios del ámbito internacional, especialmente de los Estados Unidos. Frente a ellos no existe el margen de impunidad que caracterizó a la narrativa obradorista. Tampoco los inversionistas, analistas y entidades de evaluación económica y medición de riesgo se les puede convencer con una retórica superficial.