Tras bambalinas/Jorge Octavio Ochoa
Por JORGE OCTAVIO OCHOA.
París, Francia. 20 de agosto.- Es una sensación extraña: en los diarios del mundo destacan la ola de violencia y el temible repunte del racismo en Estados Unidos y algunas regiones de Europa.
El último atentado en Barcelona y los más recientes registrados en Francia, recibidos de golpe a través de los diarios, en los kioscos de Les Champs-Élysées, generan esa sensación de estar sentado en la tibieza de un mundo irreal.
Está muy cercana la realidad de una especie que se ha inventado para sí su propio cielo y su propio infierno; que es capaz de generar proezas de arte, cultura y ciencia, pero a la vez tanto daño a los demás.
Vi en las portadas de los diarios parisinos, los cuerpos desparramados de mujeres y hombres que de pronto encontraron la muerte, sin siquiera imaginarlo, caminando como yo, como cualquier turista del mundo, con esa levedad del ser.
Es curioso porque, momentos antes de toparme de frente con ese kiosco de periódicos, cruzaba los cafetines donde la gente de todo el mundo camina y sonríe, y se sienta de frente, de cara al paso peatonal.
El ser humano se vuelve espectador del propio ser humano, y desparrama las horas entre comidas, cafés y vino, mirando pasar a los de su misma especie, como en un espectáculo.
De pronto pensé: ¿Qué pasaría si otro grupo nos detenemos a observarlos a ellos. A mirarlos mientras comen y platican? Se volvería un acto agresivo, ofensivo, amenazador.
Esa es la línea tan endeble, tan imprecisa, de la estabilidad emocional del ser humano. Podemos convivir y nos necesitamos hasta cierto punto. Los cafetines y restaurantes más concurridos son aquellos donde precisamente hay más gente.
Es un goce desmenuzarnos con la mirada, especular sobre el origen de cada raza que cruza por esa avenida enorme, donde la mendicidad se convierte en el mejor acto solidario de un país frente a la desgracia de miles de seres humanos.
Antes de llegar a colocarme como un espectador más del mundo, en uno de esos cafetines, me crucé en el camino con familias enteras, desplazadas por el terror de la guerra civil de Siria.
Como una imagen fugaz, de alguna escena vista en televisión, recordé el traslado de cientos de personas por el mar Mediterráneo, huyendo a cualquier lugar para encontrar la muerte en alguna otra forma que no sea el estallido de una bomba.
Pero la solidaridad humana hasta ahí llega: Paris, cosmopolita, les abre su regazo y les permite mendigar, pedir monedas en la famosa avenida, pero sin importunar a los paseantes; dormir en los alrededores del antiguo Palacio de Las Tullerías.
Esa sensación extraña se profundiza, al saber que el Terror en Barcelona fue causado por algunos de los que persiguen a éstos: los yihadistas. Y me preocupa al saber que las reacciones violentas se han registrado en Alemania.
En Wuppertal, muy cerca de Düsseldorff, el ataque a puñaladas a una persona, se convirtió en noticia mundial, aunque no se sepa el origen, la causa, los protagonistas. Los medios simplemente lo asociaron con terrorismo.
Mi hijo, aceptó vivir en Alemania, no sólo por las ventajas de un buen sueldo, sino por las perspectivas de una mejor vida para sus hijos. En México, las expectativas siempre se tienen que abrir paso entre la inseguridad.
Esa dualidad, esa extraña realidad es la que me acompañó en este caminar por los Campos Elíseos, en un deambular cada vez más cansino, por el centro de París, pasando por el museo de Louvre.
La seguridad y la estabilidad son relativas. La violencia siempre ha estado presente. El hombre vive huyendo del propio hombre.
Paradójicamente, ahora me vengo a enterar que, según la mitología griega, este paseo por Champs-Élysées, representa un paso del infierno al paraíso, para llegar “a la morada de los muertos, reservada a las almas virtuosas”.
Hemos llegado hasta aquí porque la vida nos sonríe mientras que a los Sirios, la muerte los persigue. En el pequeño espacio de un metro cuadrado, miro de frente a esa familia y pienso en los horrores que han visto.
El ánimo se contrasta, entre la opulencia de estos vastos jardines, la vista de lo que fue la residencia de los monarcas franceses, las grandes avenidas y palacios, hasta las muertes trágicas y tumultuarias a manos de la Comuna de París.
En ese paso lento, entre las hojas secas que caen desde las tupidas copas de los Castaños de las Indias que flanquean el camino, no puedo evitar el pensamiento de los que han querido mimetizarse con esta vida y sus paisajes.
Pienso en Elba Esther Gordillo y todos los infelices que se han rodeado de opulencia mal habida, para caer en la desgracia, repelidos y llenados de esputo por el pueblo. ¿Qué habrá sido de su piso en París?
Caigo en la cuenta de que ese odio que hoy me llena, es el mismo que pueblos mascullaron durante siglos y generaciones; sometidos por tiranos u obligados a seguir una religión que no es la suya.
Es el odio de las razas, de las clases y las religiones el que amenaza al mundo. Sin embargo, pienso en lo descompuesto que está el país. Acá se aterran por 14 muertos en Barcelona y en México mueren ejecutados, cada semana, más de 30.
Cómo no almacenar el odio, cuando vemos que algunos se reparten la riqueza (¡Más de 6 mil millones de pesos a los partidos políticos!) mientras 40 millones se revuelven en la pobreza extrema.
Hoy, por hoy, trataré de olvidarme de los Elba Esther del mundo, que en realidad merecen el cadalso y de paso pensaré en cómo reponerme de la cruda, para volver a juntar lo suficiente y regresar a ver a mis nietos.