Nudos de la vida común
En la escucha y en la enfermedad
A veces lo que la gente necesita no es una mente brillante que le hable, sino un corazón paciente que le escuche
- Anónimo
La ansiedad y la depresión están consumiendo nuestra vida común, con una fuerza semejante a una espiral ascendente que amenaza con convertirse en un colosal tornado y es urgente abandonar el rol de espectadores y asumir en su lugar, el de testigos activos.
En México se estima que la mitad de la población adulta padece algún grado de ansiedad, mientras que el 19%, sufre de ansiedad severa. En cuanto a la depresión en nuestro país , se estima que 3.6 millones de personas adultas tienen depresión. Desafortunadamente, el panorama de los jóvenes no pinta mejor: 2.5 millones de jóvenes entre 12 y 24 años se encuentran en la misma situación.
En las y los adolescentes, estos padecimientos no solo repercuten en el fracaso escolar, sino que aumentan en dieciocho veces las posibilidades de incurrir en adicciones de diferentes tipos: drogas, alcoholismo, apuestas, sexo, entre otras. En los adultos, además de lo anterior, los malestares físicos y mentales de estos enfermos, derivan con frecuencia en conductas autodestructivas, en la fractura o ausencia de relaciones significativas, en la incapacidad de mantener una actividad productiva o de mostrar un desempeño laboral insuficiente. Es decir, la depresión y la ansiedad no solo dañan al individuo, sino que carcomen el tejido social.
Lo crítico de esta realidad es que 75% de la población que enfrenta estos padecimientos no recibe atención profesional. En nuestro país, solo existen 0.4 psiquiatras y 1.5 psicólogos por cada 100,000 habitantes, lo cual, como en todo, pasa por la ley de oferta y demanda, encareciendo el costo de los servicios y tratamientos haciéndolos más inaccesibles para la población. Más aún, aunque el Estado está consciente de la problemática, sus esfuerzos están limitados por su capacidad de gestión y su presupuesto, dejando a la población de menores recursos a merced de su suerte en la atención de estos trastornos.
No obstante, antes que lo económico, el mayor obstáculo para recibir un tratamiento, tanto temprano como tardío, es la estigmatización que tienen estos males. Pareciera que estos padecimientos fueran una torpe elección y se convierten en motivo de vergüenza y segregación, lo cual no ayuda en nada a la recuperación de las personas y de su entorno.
Lo cierto es que nadie está exento de ser atrapado por estos males, pues de hecho, el 36% de las personas padeceremos al menos un episodio en algún momento de nuestras vidas.
Aún cuando las causas de la depresión y de la ansiedad son tanto fisiológicas como psicosociales, con frecuencia estas afecciones se detonan por eventos estresantes que suceden en el entorno: pérdida del empleo, divorcio, enfermedad o fallecimiento del cónyuge o familiares cercanos, ambientes laborales hiperdemandantes, abusos físicos y sexuales, acoso escolar, accidentes y ser víctimas de delincuencia, entre otros. Y si me lo permiten, amables lectores, esta sería mi hipótesis de por qué estos números parecen estar aumentando de manera exponencial: hemos hecho del estrés un hábito y alabado a quienes se han hecho de piel dura para soportarlo, en lugar de hacer algo por sanar nuestra vida común.
Por supuesto, la vida se entreteje entre sucesos afortunados que llenan el alma y eventos adversos que la destiñen; altibajos que fortalecen el espíritu y nos hacen madurar, invitándonos a encontrar paz en toda circunstancia, donde a veces seremos exitosos mientras que en otras aprenderemos a conocernos en nuestra debilidad. Pero justo en esa vulnerabilidad se siembran en nosotros las semillas de la empatía y la compasión. Conectar con nuestra propia experiencia del estrés, del miedo, del enojo y del dolor nos habilita a ser puentes para ayudar a otros para que puedan transitar por la feria de la vida.
La escucha tiene el poder de sanar, y no hay mejor oído que un corazón abierto al otro. Quizás muchos de los trastornos mentales de nuestros días no sean más que el cúmulo de heridas que no han recibido el bálsamo de ser visto por otros y que siguen sangrando a pesar del tiempo. Escuchar puede ser el acto más heroico de nuestra vida, aunque no nos demos cuenta de ello. Al abrazar al otro a través de nuestra escucha posiblemente no solo lo aliviemos un poco, sino que probablemente también sanaremos algo dentro de nosotros mismos y restauremos en algo a la humanidad.
En el punto en que estamos, definitivamente necesitamos la ayuda de los profesionales expertos para ganar esta batalla contra las enfermedades del siglo XXI, pero en mucho podemos ayudar y detener esta otra pandemia, con un solo acto de generosidad: escuchar.