La máquina que hacía llover
En los años 30 del siglo pasado un ingeniero de nacionalidad argentina inventó, según la prensa de la época, un máquina para hacer llover. La máquina cuyo propósito original era detectar minerales y corrientes de agua subterránea, al activarse, para sorpresa, hacía llover. Se dice que el ingeniero Baigorri Velar llegó a programar lluvias a modo para lugar, día y hora, y lo lograba. Sin embargo, como suele ocurrir con estas noticias extrañas que devienen en leyendas, el inventor oportunamente no legó para la posteridad ni los planos ni un prototipo para replicar tal máquina.
Es raro que semejante portento, de ser real, se haya perdido. Me imagino la cantidad de máquinas para hacer llover que se estarían vendiendo en esta época de cambio climático. Su existencia habría modificado ya los patrones climáticos globales en direcciones imposibles de imaginar ahora. ¿Habría ayudado localmente a la agricultura, tal vez? ¿habría generado reacciones caóticas y probablemente devastadoras? también, muy probable.
Como el clima no tiene contentos a todos se habría llegado a establecer un sistema de consulta popular para decidir en dónde, cómo, cuándo y cuánto debería llover y dejar más o menos satisfechos a la mayoría. Tal vez a algún político ya se le habría ocurrido establecer el sistema nacional democrático y popular de la lluvia. Por suerte la dichosa máquina no existe.
De esta anécdota debemos destacar las siguientes lecciones. Primera, que el clima no está hecho, en sentido estricto, para el gusto subjetivo de la humanidad. La pretensión de que así fuera implicaría un conocimiento absoluto que hasta ahora está muy lejos de existir, y si existiera no podría atender la infinitud de deseos subjetivos. Segunda, nuestro deseo por el control del clima es la manera en que enmascaramos nuestra responsabilidad por el rompimiento de los equilibrios naturales.
Uno de los sueños del hombre moderno es que el avance científico y técnico llegue a crear un panel de control desde el cual, pulsando botones, se pueda tener control sobre los fenómenos naturales y porque no, y esa es la mayor ambición, sobre los fenómenos sociales.
A la sociedad del siglo XXI, por razones entendibles, le preocupan y fascinan ciertas cuestiones sobre las cuales no ha podido tomar control y cuyas soluciones, si es que las hay, están más allá de los saberes actuales y constituyen un misterio. Esas cuestiones son, entre otras, el control del clima y la fabricación de la felicidad.
Para el control del clima, elemento decisivo en la generación de alimentos y la estabilidad ecológica para la vida, se ha echado mano de diversos medios. En el pasado del chamanismo y de rituales religiosos, y en la era de la modernidad de tecnologías basadas en las ciencias naturales y exactas. Sin embargo, ninguno de estos recursos ha logrado lo que se quisiera: la manipulación eficaz, sin consecuencias negativas, del comportamiento climático, es decir, la recreación del paraíso.
Para lograr la felicidad se ha buscado la espiritualidad, las prácticas estoicas, el ejercicio del consumo hedonista recurrente, la enajenación de la conciencia o el uso de drogas. Sin embargo, un estado de felicidad ideal, permanente, parece imposible, otra vez el paraíso. Eso solo se ha experimentado como ciencia ficción por Aldous Huxley en Un Mundo Feliz en donde se suministraba el Soma para ese propósito, pero también como medio para el control por el poder.
Mayor avance hemos tenido con respecto a las tecnologías para intervenir en el clima. En la época contemporánea en la que los desequilibrios ambientales han pasado de lo local a lo global y en la que los daños a la así llamada regularidad climática nos repercuten en las condiciones para nuestra existencia, la demanda por nuevas tecnologías aparece como una urgencia incuestionable. Hasta ahora esas tecnologías han sido desafortunadas porque como dice el dicho “por darle al violín le han dado al violón”, o de plano “les ha salido el tiro por la culata”. En lugar del paraíso hemos convocado al infierno.
El sistema climático, como es sabido, es complejo, global, universal, impredecible y altamente sensible a cualquier alteración, y por ello mismo pretender una tecnología con aplicaciones focales, como si se aislara en una burbuja, para modificar solo ahí su comportamiento, ha resultado inocuo o bien francamente desastroso. Tal es el caso de los cañones antigranizo.
Sin embargo, hay tecnologías, que por el objetivo que pretenden pueden ser vistas como una solución esperanzadora. Hacer llover y alcanzar la felicidad son para la humanidad un reto muy contemporáneo. Y en ello han fallado las deidades y la tecnología.
El clima es la entidad más caprichosa, más fuera del alcance inmediato de los deseos de los humanos, pero, sin embargo, la más cercana a las consecuencias del actuar de los humanos. Por ejemplo, el calentamiento global y el cambio climático tienen su origen en las actividades realizadas por el hombre.
Y, sin embargo, a la humanidad nos seguirá quedando la racionalidad técnica y científica para entender e interactuar con la naturaleza, tal vez para seguir creando máquinas al estilo Baigorri Velar, esa es nuestra obsesión. Pero también es cierto que esa racionalidad científica necesita ser reorientada a partir de preceptos éticos superiores que coloquen a la naturaleza como sujeto mismo y no como objeto de nuestros singulares y antinaturales intereses.