Ni verdad, ni justicia
La declaración del obispo Salvador Rangel Mendoza sobre los eventos que le involucraron el último fin de semana de abril deja un triste precedente para los difíciles momentos que padece la nación mexicana.
Antes que nada, debo decir que conozco a Rangel desde 2009, cuando en la Basílica de Guadalupe y aún como obispo electo de Huejutla, el fraile franciscano aseguró que “todos estábamos en peligro” debido al crecimiento exponencial de crímenes producto de la “guerra de Calderón”; después lo habré entrevistado unas seis veces sobre temas polémicos de su gestión episcopal y también sobre su postura personal ante los grupos del narcotráfico. En alguna ocasión citó fragmentos del poema de Rubén Darío, ‘Los motivos del lobo’, para explicar su decisión de dialogar con líderes del narco, para abogar por treguas e interceder por cierta “comprensión social” de las razones que obligan a las personas a trabajar en la producción de estupefacientes. Su estilo de gobierno y sus discursos entre “narco bueno y narco malo”, así como su permanente reticencia a confiar en la autoridad civil lo metieron en diversas tensiones tanto con los gobiernos municipales, estatales y federales como con el propio episcopado mexicano. Es decir, conoce la polémica y ha convivido con ella desde hace años como una decisión personal.
Sin embargo, los acontecimientos del fin de semana en Morelos trascienden a su persona. Aunque parece respetable su decisión de no dar más información sobre los hechos y tampoco de presentar denuncias contra presuntos actos delictivos mayores; es claro que la irreflexiva aceptación de esta especie de colofón implica graves consecuencias. En primer lugar, las dos versiones provistas por distintas autoridades no se resuelven y, lo que es peor, empantanan la vida institucional en niveles mayúsculos:
Si, como lo afirmaron sus hermanos obispos, Rangel fue víctima de un secuestro y hasta de tortura, el no presentar denuncias formales no sólo abona a un clima de impunidad que es un flagelo en México sino que también manda signos muy perniciosos a los cientos de millares de víctimas en el país para renunciar a su derecho y obligación de denunciar actos delictivos. Esto sólo podría beneficiar tanto a los criminales como a aquellas autoridades coludidas con la delincuencia y, peor, podría relativizar la voz de las víctimas.
Por el contrario, si la versión ofrecida por el comisionado de seguridad estatal fuese correcta; es decir, que el obispo hubiera decidido todos sus actos del fin de semana hasta haber caído en una situación inesperada que requirió hospitalización de emergencia, las declaraciones oficiales de los obispos dadas en celebraciones eucarísticas y encuentros con medios perderían no sólo veracidad sino que sus voces –junto a la de otros referentes eclesiásticos– perderían legitimidad ante la opinión pública y ante los fieles católicos. La Iglesia no puede renunciar a la verdad en aras de la misericordia; lo explicó con claridad meridiana Benedicto XVI en su encíclica ‘Caritas in veritate’ y lo dice expresamente el Catecismo de la Iglesia Católica: “Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres”.
Por supuesto se debe defender y proteger la dignidad personal del obispo Rangel; pero las instituciones civiles y religiosas no pueden renunciar a la búsqueda de la verdad y la justicia. Promover o aceptar que se ponga un “punto final” a los inquietantes sucesos en Morelos confirmaría la anuencia pública con la simulación de las responsabilidades tanto del Estado mexicano como de la Iglesia católica y, por tanto, devolvería a ambas instituciones a ese simulacro caprichoso en el que se mantuvieron las relaciones entre el poder político y el eclesiástico durante más de un siglo.
Y eso nos conduce a una última inquietud coyuntural: México vive en estos momentos un proceso electoral masivo y complejo; desde ahora se atestiguan muchas de las incertidumbres institucionales sobre cómo se habrán de definir oficialmente los triunfos y las derrotas de las plataformas políticas en los próximos meses; y es probable que buena parte de la estabilidad nacional habrá de caer bajo la responsabilidad de los sectores intermedios de la sociedad: medios de comunicación, centros educativos, empresas, iglesias, organizaciones civiles, etc.
Al momento, muchos liderazgos de estos sectores han cedido a la verborragia pendenciera, insultante y polarizante en contubernio con grupos partidistas; simulan independencia mientras inciensan disimuladamente a las candidaturas de sus intereses y privilegios (empresarios ofreciendo días de descanso a cambio de votos, periodistas insultando inmotivadamente a personajes políticos, religiosos disfrazando de doctrina eslóganes de candidatos, etc); pero la certidumbre que pueden (y deben) ofrecer dichas instituciones no puede depender de los supuestos o las contingencias electorales. Para la Iglesia católica –el caso de Rangel o el caso del colegio católico que permitió strippers en el día de la madre, lo evidencian–, la autoridad de su palabra no puede depender del vaivén en cómo van revelándose los acontecimientos, porque la mera sospecha de que sus principios y valores están sujetos a la casuística y a la conveniencia política implicaría su proscripción –ganada a pulso– de un debate público serio y necesario.
@monroyfelipe