Vivir en la historia
Lo que hoy se vive es más que un relato de ficción, que una narrativa propia de la imaginación literaria. Nuestros tiempos, nuestros personajes, nuestra realidad excede lo inimaginable; esta generación sin advertirlo está abonada en la historia, como en otras ocasiones; en 1994, el año trágico o en 2000, la esperanza, frustrada.
La crónica de estos tiempos es increíble. López Obrador es un personaje al margen de toda consideración realista de la condición humana; un caso singular como persona, político y presidente, por las peores razones. Su periplo por el poder es extraordinario, una crónica de portentosa perseverancia. No estuvo solo, muchos con él participaron e interiorizaron su mística, próxima a la del líder religioso no al del político y así logró ganar la presidencia. Pero, en el mayor de los desafíos fracasó, gobernar. La ilusión justiciera devino en el atentado gravísimo a la vida de las personas, a la democracia y a las libertades.
La perseverante virtud se transformó en infierno ya en el poder. Astucia sí; malicia y desconfianza sobradas; ambición para intentar trascender, también. Mucho odio y rencor. La falta de autocontención y de un entorno limitante le llevó a extremos impensables de abuso y exceso que le transforman en el personaje central de la tragedia nacional de nuestros días. Ignorancia, falta de escrúpulos y crueldad dan cuenta del daño a los más sensibles valores. Más de setecientos mil mexicanos fallecidos por la pésima gestión de la pandemia; un cuarto de millón de bajas fatales en asesinatos y desaparecidos por una política de seguridad recreada en la convicción de la buena condición humana del delincuente; la negación del deber y de proveer justicia, han llevado a la impunidad, de la mano de la complacencia y connivencia con el criminal.
Al personaje no solo le acompañó la mediocridad del estrecho círculo de sus colaboradores, también una élite incapaz de diferenciar sus miedos e intereses de sus compromisos con el país debido a su condición de privilegio. Son corresponsables por acción y omisión, por dejar hacer y pasar el autoritarismo presidencial y por su oprobiosa cobardía vuelta oportunismo vergonzoso.
Todos son protagonistas en los acontecimientos y a todos responsabiliza. Incluso aquellos que debieron oponerse con acierto y determinación. No ocurrió así y en cierta medida corrobora aquello de que la calidad de un gobierno en buena parte se explica por la de quien se le opone. En esta jornada trágica de la nación, página luminosa la del Poder Judicial Federal y la SCJN, también, la del periodismo independiente. Libertad de expresión al acecho por el criminal y lastimada una y otra vez por la agresión del poderoso hombre del Palacio Nacional. Libertad arrinconada por el oportunismo de muchas empresas que la hacen posible. Jueces, periodistas y empresarios de medios valientes son pasaje generoso de nuestros aciagos días y permiso a la esperanza.
Las numerosas víctimas dan cuenta de la negligencia y los efectos de la fracasada ilusión justiciera del ungido. El personaje exige y suscribe con singular persistencia y ahínco la condición de víctima exclusiva. Solo hay espacio para él, solo el presidente es víctima y, también, según él, el más criticado de la historia por la perfidia de los medios y sus trabajadores al servicio de la causa de la ignominia. No hay espacio para las mujeres violentadas, para millones de mexicanos en el abandono por el colapso del sistema de salud, tampoco para las numerosas comunidades expuestas a la violencia del criminal, ni para los millones de niños y jóvenes a quienes se les niega un decoroso porvenir por el deterioro grave de la educación pública. Que nadie se atreva a disputar al presidente su lugar de víctima.
Se vive en la historia sin advertirlo porque los eventos son parte de la cotidianidad y se desencadenan con singular variedad y rapidez, sin idea de los hechos porque se cree que todo es transitorio, aunque todo persista. Sucesos y personajes no ofrecen perspectiva para entender nuestro devenir, para apreciarnos en el amplio horizonte de la historia. Se asume, con error, que el tiempo por sí mismo resolverá la vida y de nuestras culpas nos absolverá. Quizá el mayor pecado es ser parte de la escena trágica sin considerar nuestra parte en el acontecer, se trata de asumirse espectador a manera de eludir responsabilidad. Historia que no concluye el primer domingo de junio, tampoco el primero de octubre.