¿Es necesaria una nueva constitución?
Cada constitución política surge de momentos históricos sumamente singulares; no es común que el esfuerzo de dar estructura y sentido a una nación se derive del puro razonamiento sino de grandes rupturas sociales, culturales y políticas.
En los últimos años, en algunas naciones se han hecho esfuerzos significativos para erigir nuevos constituyentes con el propósito de ofrecer democráticamente nuevas cartas magnas a sus naciones; sin embargo, estos procesos no han sido del todo exitosos pues en los casos en que se logra una nueva carta magna, ésta casi nunca representa a la nación y a sus destinos sino a las tendencias de grupos políticos específicos; o, cuando no se logra el acuerdo, las asambleas constituyentes entran en colisión con las instituciones de representación, participación y orden político en una lucha de poder a través de mecanismos paralegales o alternos a la institucionalidad.
En el caso mexicano, su Constitución Política mantiene en los escasos artículos que no han sido reformados (según el investigador Camilo Saavedra, sólo 22 de sus 136 artículos permanecen como la versión de 1917) los principios generales de una identidad y continuidad nacional. Sin embargo, las más de 60 mil palabras añadidas y los 748 cambios en su articulado hablan de una nación que, debido a nuevas instituciones y nuevas condiciones socioculturales, ha debido irse adaptando a desafíos contemporáneos; aunque también habla de una serie de ideales imposibles de concretar en la realidad pero que lucen bien y hacen quedar mejor a los congresistas mexicanos (es decir: es fácil cambiar la ley, pero no la realidad).
La constitución mexicana hace recordar a la paradoja del barco de Teseo que plantea el dilema entre la identidad y la continuidad. Según el relato, la embarcación fue reemplazada íntegramente una pieza a la vez, lenta y paulatinamente. Al tener ya todas las piezas distintas, se pregunta si el barco sigue siendo el mismo a pesar de haber cambiado completamente.
Eso nos lleva a cuestionarnos si los lentos y paulatinos cambios hechos a la constitución mexicana nos permiten decir que el espíritu constitucional de 1917 aún se mantiene. Es decir: ¿Siguen siendo importantes los fundamentos de nuestra república federada basados en el constitucionalismo social; es decir que, promueve y defiende ante todo los derechos sociales? ¿O acaso las reformas hechas al texto no sólo han permitido la privatización de las obligaciones del Estado sino que han cambiado la conciencia ciudadana para trabajar por su satisfacción individual mientras el gobierno se desentiende de sus responsabilidades de garantizar las prestaciones positivas fácticas del Estado en alimentación, salud, educación, trabajo, vivienda y seguridad social?
Desde los sectores aventajados bajo los principios de liberalismo económico y de las reglas morales del mercado (meritocracia y ganancia individual moralmente compelida al altruismo y la caridad), se han criticado los principios de los derechos sociales contenidos en la Constitución mexicana y les han llamado peyorativamente “derechos socialistas”. Sin embargo, estos derechos sí que emanan de una conciencia jurídica esencialmente socialista y de la positivización de las demandas sociales de inicios del siglo pasado. Con todo, muchos de los cambios constitucionales propuestos durante los últimos 40 años se han alejado gradualmente de la estructuración solidaria en lo laboral y lo sindical, o en la seguridad social o en la educación popular; vaya, incluso el legislativo ha permitido mayor expresión de un centralismo republicano en una Patria cuya constitución aún garantiza la autonomía de los estados en una sola Federación.
Es más, en esta última década, el legislativo mexicano concretó otro cambio sustancial a la Constitución de 1917 con el que básicamente se le sustituyó el velamen al barco de Teseo por un motor diesel: Cuando la reforma constitucional de 2011 pasó de ‘garantizar’ a ‘reconocer’ los derechos fundamentales de los mexicanos, básicamente trasladó el poder de las instituciones mexicanas a la interpretación jurídica nacional e internacional sobre los fines y el objeto de la libertad, la dignidad y la condición humana. En síntesis, este cambio mayúsculo desvinculó al Estado de su poder para definir y proveer los márgenes de dignidad y libertad a sus ciudadanos, sino que la dignidad y la libertad son inherentes a cada persona, y el Estado está obligado a reconocerlos y obrar en consecuencia.
Es posible que, en el contexto del cambio de época, crezcan las voces que ansíen una nueva constitución. Es comprensible además, ya que en el pasado (todo el siglo XIX y XX) la consolidación de un Estado-Nación estaba en el centro de las discusiones constituyentes: no sólo con la delimitación de las fronteras físicas sino las fronteras relacionales con el resto de los pueblos y las naciones existentes. Los ejes diplomáticos y los límites infranqueables al interior (casi siempre la traición a la Patria) condicionaban los derechos que podía garantizar el Estado hacia los ciudadanos. Pero, en pleno siglo XXI, las duras realidades culturales, geopolíticas y socioeconómicas no caben en las constituciones creadas un siglo atrás: ecología integral y cambio climático, migración y seguridad interna, globalización y dignidad de los pueblos originarios, tecnología y privacidad, y un largo etcétera.
En síntesis: hoy no tenemos ni la misma constitución que hace un siglo pero tampoco tenemos el mismo país (ni el mismo mundo), lo cual hace tentador el discurso de la necesidad de un nuevo corpus legal que defina y oriente el sentido de la patria mexicana en el siglo que sigue. Pero existe un pequeño detalle que he mencionado al inicio: cada constitución emana de momentos históricos definitorios, de grandes rupturas sociales, culturales y políticas; el puro razonamiento legislativo o democrático no facilitan el asentamiento de una nueva carta magna. Cada pueblo reclama su constitución, no al revés.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe