Ciudadanía y poder
En los últimos años ha habido un ataque sistemático y frontal contra la ciudadanización de la política. Quienes lo hacen reclaman, sin decirlo, el derecho único y exclusivo de los políticos y los partidos sobre el quehacer político nacional.
En el fondo de esta creencia ―sin que desde luego lo reconozcan―, está la idea de que los asuntos del poder y la política deben ser ocupación exclusiva de los políticos profesionales y de quienes ejercen el gobierno. Subyace también la creencia antigua de que el “pueblo” debe asumir el rol pasivo de vasallo y ser objeto del “regalo” de algunos servicios y mendrugos financiados por las arcas públicas, que también se cree son propiedad de los gobernantes.
La regresión de estas concepciones es de tal alcance que, de manera lenta pero inexorable, está en curso el desdibujamiento de la república, diluyendo la división de poderes, la que es esencial para el desarrollo de la democracia y la participación cívica. La regresión está prefigurando una autocracia decimonónica que jamás nos hubiésemos imaginado hace un par de décadas.
La crítica hecha desde el poder en contra la acción ciudadana, que se disfraza bajo la retórica del rescate de lo popular de las garras de los enemigos de la patria, no es otra cosa que una embestida política para desacreditar y anular los espacios en los que suele aglutinarse la ciudadanía que cuestiona las malas prácticas del poder: mala gestión de los asuntos públicos, ineficacia operativa, corrupción, deshumanización del dolor social o la frivolidad ramplona.
Se busca anular el campo de la ciudadanía, el mismo campo que empujó la transición democrática de finales del siglo pasado y que durante más de treinta años jugó como sano contrapeso de la partidocracia que alternó en el poder ejecutivo y legislativo.
El adelgazamiento cada vez más notorio de los procesos de participación ciudadana en la política, que no es otra cosa que la exclusión de los cívicos del ejercicio del poder y de la toma de decisiones, propicia la concentración de estas en una sola persona o una élite anulando así más de treinta años de lentos pero significativos avances.
Se ha creído que la representación mono-partidaria o más bien mesiánica es un valor absoluto y que en una nación de casi ciento treinta millones una sola voz, una sola mirada, un solo pensamiento pueden tener la cualidad de la omnisciencia y la omnipresencia, lo cual es absurdo y contradice todo sentido común, por no decir, que contradice la esencia misma de la república.
La libertad es el valor constitutivo de la ciudadanía en una república que busca la democracia. Cualquier intento por acallarla, descalificarla, perseguirla, avasallarla o imponerle las cadenas del clientelismo o el corporativismo sectorial, laboral o étnico, proveniente de cualquier poder e ideología es un acto que debe combatirse.
El desdén por la presencia ciudadana en el diseño de la política pública y en las acciones de evaluación de sus resultados bajo el argumento de la representación absoluta y vertical de quienes ejercen el poder circunstancial, además de exhibir impulsos autoritarios, deja afuera los referentes, preocupaciones y percepciones que están naciendo desde la sociedad y que no necesariamente llegan a quienes ejercen el poder o son contrarios al interés del gobernante. Es decir, se asfixia una de las fuentes que le dan vitalidad a la gobernabilidad democrática.
Los indicadores de participación ciudadana en los asuntos públicos dan cuenta del grado de evolución democrática de una sociedad. Menos ciudadanía más concentración del poder, más privatización de los asuntos públicos en una cuantas manos y en consecuencias más mecanismos de control y coerción sobre los gobernados.
Los ciudadanos deben regresar a la política, para moderar el poder y sus naturales desviaciones, no como apéndices de los partidos, tampoco como escenografía de los gobernantes. Deben regresar a su tarea crítica, libres para cuestionar, exigir, proponer, evaluar, dialogar y consensuar.
Deben regresar para construir prácticas de gobierno, poder y rendición de cuentas, que rompan con el esquema vertical y autoritario hasta ahora impuesto, y que es funcional a las élites gobernantes.
La verdad del poder debe pasar obligadamente por el escrutinio de la verdad ciudadana. Pero es condición para que eso ocurra que la ciudadanía ocupe el lugar del cual se le ha querido despojar, su propio poder.