Juego de ojos
En el México insurgente
En una era en donde a los héroes se les mira con un dejo burlón y se quiere reprimir más que imitar a los diferentes, la biografía de John Reed, autor de México insurgente y Diez días que estremecieron al mundo, puede resultar tan abrumadora como un largometraje pasado a alta velocidad en donde las imágenes se persiguen unas a otras hasta marearnos.
Reed murió 72 horas antes de cumplir 33 años, en una tierra ajena y honrado por banderas de una nación que no era la suya. Fue testigo de dos de las primeras revoluciones del siglo y su obra explicó a la humanidad los significados más profundos de esos eventos. Este mes conmemoramos 136 años de su nacimiento y 103 de su muerte.
A una edad en la que la mayoría apenas comienzan a pulsar el posible rumbo de su vida, John –cariñosamente llamado Jack- ya era una leyenda. Y cuando su agitada existencia expiró en un hospital moscovita y la noticia recorrió el mundo, en su patria hubo tantas muestras de alivio como de dolor.
No sabemos en qué clase de hombre se hubiera convertido de haber vivido otros veinte o treinta años. Pienso que Jack, aclamado como el mejor periodista de su tiempo a los 26 años, y un consumado escritor y activista político a los 32 también consumó la hazaña de morir a tiempo.
Aquí un apunte biográfico de este enorme personaje, tomado de la introducción que redacté hace años para una traducción mía que tristemente no vio la luz:
La tarde del sábado 23 de octubre de 1920 fue fría y lluviosa, de otoño soviético. Una neblina aperlada se levantaba del río Moscova y acariciaba los muros del Kremlin. En la gran Plaza Roja las banderas ondeaban en la bruma cuando la enorme procesión hizo su arribo procedente del Templo del Trabajo a los acordes de una marcha fúnebre. El retumbar de las botas sobre las lozas dio un toque de nostalgia a la ceremonia. Testigos mudos eran la muralla, las 19 torres y las catedrales de la Asunción, del Arcángel y de la Anunciación.
John Reed había muerto de tifoidea unos días antes y la procesión llevaba sus restos al corazón de los pueblos soviéticos, con los honores propios de un héroe del proletariado.
Cuando el féretro fue colocado en los muros del Kremlin bajo una manta roja en la que grandes caracteres dorados proclamaban “Los dirigentes mueren, pero las causas permanecen”, las banderas fueron colocadas a media asta y el aire retumbó con descargas de fusil que se diluyeron en un apesadumbrado silencio.
Junto al féretro, una mujer llamada Louise Briant, estadounidense como Jack, observó los momentos finales de la ceremonia con una intensa luz en sus ojos gris verdes. Había llegado a Moscú apenas a tiempo para que él muriera en sus brazos y permaneció cerca del sarcófago los días de ceremonias oficiales en honor de su compañero.
¿Qué pensamientos habrán pasado por la mente de Louise Briant esa tarde fría y lluviosa? Tal vez el recuerdo de las noches juntos en la cabaña de Croton-on-Hudson, o imágenes del hombrón torpe, lleno de energía e ingenio, arengando a una multitud de trabajadores mientras que con el dorso de una mano se apartaba del rostro el pelo rebelde, o enfrascado en interminables discusiones alcohólicas en un figón del Greenwich Village.
Louise Briant pudo haber sentido que el enfant terrible, poeta, periodista, escritor y activista social, a fin de cuentas había encontrado la victoria. “Los verdaderos revolucionarios”, había escrito, “son aquellos que llegan al límite”.
Reed nació el 22 de octubre de 1887 en el seno de una familia acomodada y conservadora de Portland, Oregon, y fue bautizado en la iglesia Episcopal. Vivió la vida protegida de un niño enfermizo en la casa de los abuelos maternos “...una mansión señorial [...] con un enorme parque en donde había una terraza rodeada en tres lados por higueras con luces de gas ocultas en la corteza. En el verano se colocaba un toldo y la gente bailaba a la luz [...] que parecía salir de entre los árboles”, recordó en su ensayo autobiográfico Casi treinta años.
En 1887 Portland era una bulliciosa comunidad puritana en donde se exaltaba el trabajo, la religión, las buenas costumbres y la moderación. Un cronista de la época definió a los padres de la ciudad como “prudentes y valiosos, con una moralidad, convicción religiosa y fortaleza de carácter no igualados por ninguna otra clase social en Estados Unidos”.
Aunque la madre de Reed se veía a sí misma como una “rebelde” y fue de las primeras mujeres que fumaron en público, despreciaba a las clases trabajadoras, a los extranjeros y a los radicales. Años después, siendo una viuda pobre, llegó al extremo de rechazar dinero de Jack porque no quería ser mantenida por un hijo pro-soviético.
La atmósfera de corrección, prudencia y calma que reinaba en el hogar de los Reed era alterada sólo por la visita de un hermano de la madre de Jack, el tío Horacio, quien –para horror de ese hogar cristiano- adornaba sus aventuras por el mundo con relatos fantásticos en donde se colocaba como figura principal de revoluciones, golpes de Estado y otras proezas. El tío no sólo aseguraba haber encabezado una revuelta popular en Guatemala, sino haber sido coronado rey de una isla de los mares del sur.
Me puedo imaginar el impacto de estos relatos en John, un niño soñador muy dado a fantasear. Años después recordaba haber sido “diferente a los demás”. Aún así, parecía destinado a la vida de un tranquilo caballero, pilar de la comunidad y de la iglesia Episcopal.
Su padre, Charles Jerome Reed -mejor conocido como C.J.- matriculó a su hijo en la mejor universidad, en donde adquiriera las herramientas profesionales para alcanzar un nivel apropiado de vida y el aura de prestigio necesaria para su futuro ambiente social: Harvard.
Pero durante sus años de estudiante Jack comprendió que no estaba destinado a regresar a Portland y que el éxito económico no le atraía. Era de una naturaleza distinta y no seguiría los pasos de su padre, aunque ello le hiciera sentir culpable.
Concluidos sus estudios viajó a Europa y de regreso, a los 23 años, comenzó la carrera periodística que lo llevaría a la fama. Una de sus grandes misiones fue en México, comisionado por la revista Metropolitan y el diario World para cubrir la revolución, en particular las andanzas del caudillo Francisco Villa, cuyas operaciones en las cercanías de la frontera estadounidense lo habían convertido en noticia de primera plana.
Cuando cruzó la frontera de Texas a Chihuahua una tarde a finales de 1913 y trepó al tejado de la oficina de correos de Presidio para dar su primer vistazo a México, Reed ya llevaba la doble fama de periodista y luchador social.
Su trabajo en la revista radical The Masses, sus actividades en los círculos socialistas y bohemios, su personalidad explosiva e impredecible y sus reportajes sobre la gran huelga de Patterson, Nueva Jersey –donde disfrutó de la hospitalidad de la prisión local- habían cimentado su reputación a los 26 años.
Años después Reed diría que México fue el lugar en donde se encontró a sí mismo. Este gringo torpe, explosivo, lúcido, valeroso y cálido, no sólo escribió artículos sobre México que explicaron al público y al gobierno de su país los pormenores del conflicto en México. Sus crónicas sobre Villa, a quien conoció y admiró profundamente, elevaron a éste de bandido a héroe ante la opinión pública del país del norte. Reed logró transmitir al mundo los más profundos sentimientos de un pueblo en armas.
En su ensayo El legendario John Reed, Walter Lippman escribió: “El público se percató de que podía vivir lo que John Reed vio, tocó y sintió. La variedad de sus impresiones y el color y fuentes de sus escritos parecían interminables. Los artículos que mandó de la frontera mexicana eran tan apasionados como el desierto mexicano y la revolución villista ... Comenzó a atrapar a sus lectores, sumergiéndolos en oleadas de un panorama maravilloso de tierra y cielo.
“Reed quería a los mexicanos que conoció tal como ellos eran. Bebía con ellos, marchaba y arriesgaba la vida a su lado ... No era demasiado presumido, o demasiado cauto o demasiado perezoso. Los mexicanos eran para él seres de carne y hueso ... No los juzgaba. Se identificó con la lucha y lo que vio fue gradualmente mezclándose con sus esperanzas. Y siempre que sus simpatías coincidían con los hechos, Reed era estupendo.”
En las páginas de México Insurgente el periodismo y la literatura se disputan el espacio, cada uno dando al otro un escenario propio. He aquí a un hombre que llegó a los desiertos luminosos de un país llamado México para reafirmar sus propias convicciones revolucionarias entre luchadores andrajosos, iletrados, pobremente armados, indisciplinados y libres, cuyo instinto, más que una ideología, les decía que la guerra era el único medio posible de transformar la situación en que unos vivían de la explotación de los otros.
No es una exageración decir que el John Reed que regresó a Estados Unidos en abril de 1914 no era el mismo que vio por primera vez a México desde el tejado de la oficina de correos de Presidio. En México, Reed perfeccionó las herramientas para su gran obra, Los diez días que conmovieron al mundo, relato que Vladimir Ilych Ulyanov, Lenin, prologó por considerarlo la mejor crónica sobre la Revolución de Octubre, y expresó esperanza de que fuera leído por los trabajadores del mundo.
Proponer que John Silas Reed murió muy joven es un lugar común. En efecto, desapareció a temprana edad, pero con una obra completa. Quizá sea más correcto aceptar que sus voces interiores se apagaron para que pudiese morir a tiempo.