Juego de ojos
Recuperar el pasado
Hace dos años la terrible pandemia nos arrebató a Vidal Elías, mi amigo y vecino en Xalapa, cómplice en el fogón y compañero de aventuras culinarias, que bajo una toga rigurosamente académica resguardaba la curiosidad con la que sólo un niño puede mirar el mundo.
Un día este veracruzano se zambulló en su niñez en Xalapa, en Banderilla y en otros rincones jarochos y, como Carlitos en Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, recuperó una memoria infantil. Hoy lo recordé y comparto con usted una memoria que sigue siendo dolorosa.
En el libro de JEP Carlos-adulto lleva al lector al rincón opresivo de una cantina, pero en su rememoración Vidal nos convida a un soleado jardín en donde la pobreza y el azoro de verse tan frágil y pequeño ante la vida no son miedos sino pedacitos de la íntima alegría de saberse, hoy, hijo logrado de aquel tiempo.
En aquellos años, dice Vidal, cualquier palo de escoba era caballito. Y –digo yo- cualquiera de nosotros héroe, hombre alado, capitán de corsarios, jefe de pandilla y, por la noche, niño acurrucado entre brazos amorosos que eran como el fin del mundo, cuando nuestras madres y abuelas nos dejaban en la cama después de la merienda.
Con ese libro Vidal Elías se reveló cuidadoso artesano que mezcló recuerdos, sueños y fantasías para reinventar el jardín de su niñez, “Cuando cualquier palo de escoba era caballito”.
Una sentencia irlandesa dice que las tres más breves huellas son las de un pájaro sobre una rama, la de un pez en un estanque y la de un hombre en el alma de una mujer. Añado una cuarta: la de la niñez en la vida del adulto.
¿Qué pasa con la literatura testimonial, con las cuartillas del recuerdo? Casi todos tenemos algo que decir de nuestro pasado… aunque algunos pobres apenas si se dan cuenta de que viven en el presente. No tengo idea si este género sea ralo o abundante. Mi percepción es que son muy pocos quienes tienen la fortaleza para compartir recuerdos infantiles porque a la mayoría nos da pena y nos agobia exhibirnos al mundo. Puede ser insoportable que los otros se enteren de que dormíamos con un osito de peluche, porque de ahí a deducir que mojábamos la cama hay apenas un paso.
Pero quiénes sí se atreven, cual fue el caso de Vidal, nada más y nada menos que iluminan nuestras vidas. Todos recordamos páginas autobiográficas de los muy famosos. Pero yo me pregunto, ¿valen más, desde el punto de vista emocional, los recuerdos del Nobel sudafricano Coetzee que la deliciosa narración de la tamaulipeca Rosa de Castaño en su Rancho estradeño? ¿Es más importante la Historia de una granja africana de Olivia Schreiner que la memoria que Rosa King nos legó en Tempestad sobre México? Es más: ¿quién ha leído esos libros? Yo me quedo con el recuerdo de Vidal.
Es de ociosos eso de la crítica, y lo traigo a colación únicamente para ejemplarizar mi argumento. Visitar un libro de memorias es como abrir, sin haber tocado, la puerta de una casa que sólo conocemos por fuera: al entrar y recorrer el interior, algunos sentirán que la sangre les sube al rostro, otros se regodearán con el morbo, a unos les dolerá el estómago y los más sentirán que el corazón se les acelera al reconocerse en los personajes que pueblan un jardín amorosamente construido, como el de Vidal... pero nadie, téngase por cierto, la habrá abierto en vano.
Vaya que se requieren agallas para exponerse así. “Aquí mis entrañas; ¡venid, cuervos!” Pero no sólo de agallas se nutre la literatura, como sabe cualquier estudiante de letras. ¿Cualquier estudiante de letras? ¡Cualquier lector! La literatura se hace, con perdón de don Perogrullo, con pasión, con amor, con coraje, con obsesiones, con ritmo, con eufonía, con imágenes, con el diestro manejo del lenguaje en que tuvimos la gracia de crecer… y con trabajo, ¡con mucho trabajo!
“La mañana en que conocí el mar, lo habían traicionado las gaviotas y no tenía a una Alfonsina ni naufragios que me reconfortaran”, dice Vidal de su primera excursión al lugar en donde termina la tierra, a donde llegó enfundado en una cotorina multicolor y protegido por su inseparable Osín. Y no tiene que decir más para que el lector se sienta transportado a la pedregosa playa azotada por los fríos y arenosos vientos cruzados del norte jarocho.
Hay en esas páginas una memoria, sí, pero también el anuncio de una obra literaria. Porque en literatura ni todos los palos son caballitos ni todas las azoteas bases lunares. La literatura es la posibilidad de no perder la memoria. Es recuperar, sin esquizofrenias, una parte de la vida que llevamos dentro y entregarla a otros que llamamos lectores.
Es antigua y casi lugar común la sentencia de que un libro no tiene dos lecturas iguales. Ya otros darán su propio testimonio, pero a mí el de Vidal me hizo recordar que Javier Ruiz y yo tendríamos seis años cuando convertimos la azotea de nuestra casona en el centro de transmisiones ultrasónicas desde donde lanzábamos apremiantes mensajes a la flotilla espacial que debía rescatarnos de las huestes de Ming, emperador de Mongo, al que invariablemente vencíamos cinco minutos antes de salir destapados a la panadería para atrapar la mejor ganancia, la rosca o la concha con la que el gachupín de “La Paloma” compraba la lealtad de los chamacos y de las muchachas que todas las tardes salían por el pan.
¡Llamando a la base de la luna...! ¡Llamando a la base de la luna...! Ese susurro precipitado y urgente lanzado desde una caja de cartón olorosa a Fab es la mágica conjura que abre el portón a los recuerdos de una infancia que, como a Vidal, se me escurrió sin remedio entre los dedos. “Qué horrible destino para un muchacho tan bello”, exclamó el viejo poeta inglés al encontrarse con su retrato infantil.
¿Los libros que recuperan una memoria son el equivalente a un diario? ¿Es esta remembranza del tiempo pasado la transcripción de las notas cotidianas que muchos llevamos como registro de vida, o se trata de un género literario? Si acepto lo segundo debo suponer que los autores son los “hábiles artistas” de que hablaba Poe, que “habiendo concebido, cuidadosa y deliberadamente, cierto efecto único a lograr”, se permiten pergeñar incidentes y combinar hechos como mejor sirvan para lograr su efecto preconcebido.
Si lo primero, entonces tengo derecho a concluir que estoy ante una relatoría de hechos verdaderos hábilmente confeccionada. José Emilio Pacheco se apresura a salvar esta duda y de principio nos informa que su libro es la “crónica falsa de la verdadera destrucción de la colonia Roma antes del terremoto”. Vidal no hace tal cosa. Deja que sea su yo-niño el narrador sin mediaciones, al grado que uno supondría que el autor adulto cerró los ojos, pensó en su niñez y ejercitó la escritura automática.
Dije antes que considero a la crítica literaria una ociosidad, pero siempre es bueno recurrir a los más sabios. Así que para despejar mi pregunta sobre el género, que no el contenido, recurrí a Elías Canetti y a su reflexión sobre los diarios publicado en La conciencia de las palabras:
“En general, los diarios ajenos significan mucho para quien los lee. ¿Qué escritor no ha leído diarios que nunca más lo han abandonado? [...] Podemos comenzar con los que uno lee de niño: los diarios de los grandes viajeros y descubridores. Al comienzo, la aventura nos seduce en cuanto tal [...] Para un niño lo más inquietante es el vacío, que no conoce porque nunca lo dejan totalmente solo y siempre está rodeado de gente [...] Lo emocionante es el vacío que lo circunda, peligroso sobre todo de noche, que el niño mismo teme. Y ahí, en medio de aquella lejanía y de aquel vacío, se va imprimiendo indeleblemente en su memoria la sucesión del día y de la noche; pues el viaje, que siempre continúa, tiene una meta antes de la cual [...] no se interrumpe nunca. De este modo, creo, el niño vive con terror del calendario.”
Nunca pregunté a Vidal si él vivió “con terror del calendario”. Mi propio sentir es que somos los adultos quienes tenemos esa fobia. Pero salvada la disquisición técnica, que introduje sólo para satisfacer mis propias ignorancias, queda la deliciosa posibilidad de recuperar aquel tiempo Cuando cualquier palo de escoba era caballito. Siempre te recuerdo, Vidal.
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