Agua pasó por mi casa…
Desde diciembre de 1992 en que la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas instituyó el 22 de marzo como el Día Mundial del Agua, como urgente reconocimiento a la crisis que la humanidad encaramos, ésta no parece mitigarse siquiera.
En 30 años la humanidad y sus gobiernos nacionales han hecho muy poco en algunos casos ―y nada en otros― para revertir el deterioro de las condiciones ambientales imprescindibles para que el ciclo hidrológico funcione de manera óptima y la humanidad acceda al agua y con ella asegurar la producción de alimentos y de la salud pública.
La actividad humana que ha alterado a la mayoría de los ecosistemas del mundo, lo ha hecho bajo una creencia productivista y mercantilista con consecuencias funestas para los sistemas hídricos naturales de los que nos beneficiamos.
El furor por el dominio y control de la naturaleza se ha hecho y se viene haciendo con un salvajismo propio de los valores de nuestra “civilización”, y a su paso solo ha dejado ruinas, aridez y una casa inhabitable para los habitantes presentes y futuros. La idea de civilización que ampara esas prácticas deja su huella como tragedia y solo promete incertidumbre y fatalidad para el futuro.
En el año 2015 las naciones del mundo se comprometieron con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), que forman parte de la Agenda 2030. La pretensión de esta iniciativa fue un “llamamiento universal para poner fin a la pobreza, proteger el planeta y garantizar que para el 2030 todas las personas disfruten de paz y prosperidad”.
El punto número 6 de este llamamiento es el compromiso para lograr agua limpia y saneamiento para toda la población mundial. Sin embargo, a 7 años de esta proclama, justo a la mitad del tiempo entre el 2015 y el 2030, los gobiernos del mundo poco o nada han hecho para aproximarse a las metas fijadas.
En países como México la problemática del agua en lugar de mejorarse se ha agudizado. Tanto en la parte norte de nuestro territorio, en donde el acceso al agua siempre ha sido difícil, como en el sur, en donde la disponibilidad es generosa, la cantidad disponible por habitante se ha derrumbado en los últimos años y su calidad ha empeorado. Las políticas públicas en torno al agua, que deben tener como imperativo el estatuto “de seguridad nacional”, son inconsistentes e insuficientes. La mala gestión y administración sobre un recurso cada vez menos disponible profundiza la carencia y limita el derecho humano para acceder a ella.
La previsión, como parte esencial de la política pública, está en definitiva ausente. La permisividad con la cual los gobiernos se han comportado de cara a las actividades agropecuarias, industriales y de urbanización, que dañan bosques, selvas, humedales, ríos y manantiales, esenciales para el ciclo hidrológico, ha dado resultados desalentadores.
La inexistencia de una visión integral frente a la cuestión del agua no permite reconocer que problemas como la pérdida de bosques, la disminución de biodiversidad, la contaminación, los incendios forestales, la manera en que nos relacionamos con la naturaleza, no caminan separados. Si queremos agua necesitamos los bosques, si queremos agua necesitamos biodiversidad, si queremos agua necesitamos relacionarnos empáticamente con la naturaleza.
La perspectiva mecánica de que el problema del agua se resuelve con sólo represas o sólo tuberías, es engañosa. Si la “fábrica de agua” no funciona, es decir, si los ecosistemas que la regeneran pierden sus funcionalidad, si se ven atrofiados por la intervención humana, a las presas entonces no llegará una gota de agua. Si creemos que una presa resuelve la carencia ecosistémica del agua se cae en el engaño que supone que el agua está y ahí y que lo único que se necesita es almacenarla. Lo cierto es que el agua ya no está ahí.
Aunque suene increíble para nuestras conciencias civilizadas por la modernidad, la mejor política preventiva para acceder al agua es conservar lo que nos queda de bosques apoyando a sus propietarios y recuperando territorios estratégicos para su reforestación y regeneración. Sin sustentabilidad ambiental no hay agua.
La expansión de actividades económicas demandantes de agua debe ser revisada bajo este criterio. Nuestra economía debe soportarse en los criterios de sustentabilidad, no hay salida.
Sin embargo, la acción más trascendente tiene que ver con la toma de conciencia. Una toma de conciencia que debe ser llevada al punto en que implique el cambio de paradigma o modo en que tradicionalmente hemos pensado la cuestión del agua y la naturaleza.
La naturaleza y el agua tienen valor por sí mismas. Nosotros somos una minúscula parte del todo. Nuestro narcisismo utilitario es el principal obstáculo para definir nuestra relación con el agua y la naturaleza. Cuando lo superemos tendremos mayor certidumbre en nuestro futuro civilizatorio. Sólo así tendremos una relación de aprovechamiento sustentable del agua y una relación armónica con la casa de todo.