A media vida
Los últimos días del año son un buen pretexto para reflexionar sobre el ciclo que termina, los momentos transcurridos, los propósitos y proyectos futuros que deseamos materializar, son temas que forman parte de la revisión interior, que cómo ocurre con los balances en materia política o económica de un país, son necesarios como inevitables. El punto de partida obligado por el inicio del calendario nos provoca aun con sus eventualidades, a trazarnos la ruta del camino que viene, del tramo de vida por transitar.
En la mitad de la vida y lo que con suerte queda de ella, justo en los treinta y tantos como el punto medio en la expectativa de vida entre los 72 y 78 años para hombres y mujeres en México respectivamente, miramos de reojo el camino andado que si bien da indicio del momento presente no están ni de cerca, de darnos pistas sobre el futuro que aguarda.
Las exigencias propias como impuestas hacen crisis, con la llegada de las primeras canas vemos pasar las preocupaciones económicas, los chequeos médicos, empleos poco estables, la vida en o sin pareja, las y los hijos o definitivamente no tenerlos, hacerse de un patrimonio, el auto, la casa, el crédito, tener o no una ocupación que edifique el propósito de vida, son ejemplos de las crisis o frutos que vamos sumando o restando en la lista de la mitad de la vida.
En la expectativa de los años por venir almacenamos más dudas que certezas, hemos dejado atrás los años de juventud, aunque algunos aún se den el lujo de tomar distancia con la vida adulta, los genes, el yoga, la vida fit o el ciclismo de montaña, los podcast y la terapia son buenos paliativos que van toreando el futuro que toca la puerta.
Fuimos la generación promesa del desarrollo, esa que denominaron bono demográfico y que se encuentra en su último respiro, pues difícilmente volverá a repetirse en la historia de la humanidad el mismo número de jóvenes que hoy habitan. Sin embargo, nuestra era es sino la de mayor desigualdad social, porque son más bien recientes los instrumentos de medición, sí el periodo en el que el aumento de la riqueza concentrado en pocas manos, ha hecho más profundas las visibles diferencias no sólo económicas, sino también en el ejercicio de derechos, esas mismas que cuando se entrecruzan suman desventajas y cierran la posibilidad de un futuro distinto.
A la par que abríamos los ojos por primera vez al mundo, a mediados de los ochentas y principios de los noventas se alzaba en hombros la tercera ola democratizadora, los regímenes autoritarios, los menos o más lejanos de este lado de occidente, eran historia de los libros de texto. Los derechos y libertades políticas, que creían sería la puerta a mejores condiciones de igualdad y bienestar social, más pronto que tarde y antes de que se consolidaran, fuimos los primeros testigos del desencanto democrático. En el paso de los años, acumulamos lecciones, aprendimos que la democracia no es punto de llegada, de una vez y para siempre, que importan los procedimientos, el voto, las instituciones y las reglas del juego, pero igual o más importante la cultura democrática y los mecanismos que le permitan subsistir, ante los pulsantes instintos del poder.
Muy probablemente también fuimos la última generación que, de niños salimos a jugar a la cuadra, a la casa del vecino, nuestros padres y seguro también nosotros teníamos menos miedos, de lejos se escuchaban las historias de ladrones y criminales, la violencia era un fenómeno que tocaba a quienes se dedicaban a “cosas malas” o a la política, en cambio las crisis económicas, el desempleo y la creciente migración, impactaron de manera más directa la vida familiar y la de nuestros amigos cercanos.
En nuestros años de infancia y juventud, vimos los últimos influencer que no se hicieron a través de las pantallas, el Subcomandante Marcos, Michael Jackson, Michael Jordan, Juan Pablo II, Rigoberta Menchu, Cárdenas, Colosio, Fox, López Obrador, por mencionar algunos. Conocimos los cassettes y los walkman, usamos internet ocupando la línea telefónica de casa.
Esos fuimos, esos flashazos que sin igualarnos nos recuerdan una historia compartida de la generación que une el tiempo, somos también ese grupo poblacional sin prisa, que pudo obviar o postergarlo todo, porque vivir más nos permite ver el final del camino más largo, claro, hasta que fuimos más que espectadores de la pandemia.
Justo la mitad de la vida, nos recuerda que seremos también esa gran suma de viejos, en la cuenta regresiva del inevitable envejecimiento poblacional, sin temor a equivocarme seremos la generación más sola, quizá en compañía de las mascotas que se han hecho familia, más solos porque vivir con el otro, compartir la vida es una decisión y no un mandato. Porque aprendimos, a diferencia de nuestros padres que amar empieza por el trabajo y cuidado interior, y luego entonces compartir con el otro.
Los ahorros, si es que acaso hemos podido tenerlos se han ido en viajes, en gustos, lo imprevisto, el día a día, porque tampoco los salarios han dado para ello, 6 de cada 10 personas entre los 18 y 40 años ahorran, y no precisamente pensando en el retiro o la vejez, y ahí tocan nuevamente la puerta los problemas del futuro, no porque envejecer por sí mismo lo sea, sino porque seremos demasiados viejos. Y porque, aun cuando hemos cultivado de mejor manera la cultura de la prevención y somos más conscientes de la salud física y mental, hasta ahora no hay un sistema de pensiones funcional que, junto con uno en salud y cuidados, pueda hacernos más llevadero el final de la vida.
No se trata de dar abono a la desesperanza invernal, en todo caso es una invitación a la reflexión en la mitad de la vida, pero que no excluye a otros más jóvenes o más viejos. A mí me gusta pensar que con suerte eso queda, otra mitad de vida, cuya única certeza es decidir vivir, vivir mejor que la otra mitad que dejamos, y que buena parte nos fue guiada o impuesta. Por el contrario, tengo la impresión, que los años que siguen pueden ser mejores, que la edad madura y la vejez son de cosecha, que potencializan e intensifican, porque nos hacen más conscientes del momento presente, el propio y el colectivo, de la vida y el país que queremos, porque los años pasados pueden ser brújula y no solo destino.