Tomarse en serio el servicio público
Con frecuencia aseguramos que la política y el servicio público son actividades naturalmente corrompibles, y en cierta medida lo son, como todas las actividades humanas susceptibles de pervertirse, pues si los hombres fueran ángeles, los gobiernos no serían necesarios (J. Madison).
Expresiones como que el poder por sí mismo corrompe, porque no hay otra posibilidad que ser parte del “sistema”, porque esa es nuestra cultura, porque “el que no tranza no avanza”, son irrefutables en una sociedad como la nuestra cuya tolerancia a la corrupción se confirma con un acto que supera al otro, a uno de mayores proporciones y en los que suelen prevalecer más incentivos para la repetición impune. Sin embargo, como ocurre con otras conductas, actuar de manera perniciosa será siempre una decisión; reflejo de nuestra libertad y autonomía, también propias de nuestra condición humana.
Por lo que, actuar en el deber o fuera de este, violentando las normas o en detrimento de los recursos y el patrimonio público será solo una opción posible, que estará orientada por los principios y valores individuales, y desde luego por la actitud que se tenga frente al poder, como punto de llegada, como fin en sí mismo o como instrumento, para la satisfacción de intereses individuales o colectivos.
La distancia o el grado de dependencia con el poder, es también un elemento que condiciona la obediencia ciega y la configuración de complicidades, que anulan o acomodan el criterio propio como las voluntades; esas que encuentran conveniente callar, permitir o formar parte, para no perder el lugar ganado, el escaloncito de poder.
Del mismo modo, el servicio público, se puede asumir como un botín, a lo sumo repartido entre los iguales o como una responsabilidad, de trascendentes implicaciones para el desarrollo de la sociedad. El primero, alude a una condición de propiedad, busca obtener un beneficio personal o de grupo, no entiende de normas y menos de autolimitación, porque el cargo es un bien ganado, no visualiza su temporalidad, le pertenece, le da estatus, abre puertas, facilita negocios, le es redituable, no desconoce las faltas de sus acciones, pero no le representan una incomodidad, se sabe impune.
Mientras que, el segundo reconoce en el encargo una obligación, identifica en sus acciones u omisiones consecuencias, sabe que su mandato es eso y no un premio, sus atribuciones están claramente definidas, reconoce su temporalidad, entiende que su primer límite está en las leyes y la Constitución, pero al mismo tiempo tiene interiorizado el auto control y la mesura que otorgan los principios orientadores de la actuación cotidiana, porque difícilmente se puede conducir de manera ética en el ámbito público y no hacerlo en la vida privada, asume un compromiso más que un beneficio y práctica la vocación de servir; vamos se toma en serio el servicio público.
Tomarse en serio el servicio público, no es neutralidad, ni dejadez, ni comodidad, por el contrario, se incomoda y no es negligente ante la ineficacia y la simulación, porque sabe que en ese hacer mal o hacer como que se hace, también hay corrupción. No lo aprendió de un código ni de una ley o un decálogo ético, se trata de una práctica que se ejerce y se predica, porque del mismo modo que la corrupción teje redes de complicidad también el actuar sin buscar el beneficio personal, se enseña y se contagia, no como decreto, ni en automático, pero sí como ejemplo, que modela, que guía. Por eso es que la política como el servicio público hacen pedagogía al interior de las instituciones, entre los colaboradores, como hacia el exterior, de cara a los ciudadanos.
No deben ser pocos los servidores públicos que en el día a día se toman en serio el servicio público, aunque ello signifique remar contra corriente, “estar fuera del sistema” o emprender la retirada, por eso estimados alumnos de Ética en la Administración Pública, la ética pública no se enseña en un salón de clase sino en el ejercicio mismo del servicio público, se trata de una práctica que se construye, sí a partir de valores y principios que orientan nuestras acciones, pero invariablemente ligada a la actitud que se tiene frente al poder, esa misma que hace conciencia y que cuestiona permanentemente al servidor público sobre lo que se hace o deja de hacer, sus consecuencias, y al mismo tiempo, motiva el ¿para qué?, el sentido del ejercicio profesional. Es tener claro, que tomarse en serio el servicio público es por, sobre todo, una decisión.