Crueldad no decir la verdad
No hay un presidente al que la realidad no sorprendiera. Los filtros en su entorno no siempre son funcionales a la verdad y sí al juego de poder que minimiza lo negativo y sobrevalora lo positivo. Quizás la diferencia fue Ernesto Zedillo, cuya formación de economista le permitía interpretar las cifras sin mediación y entender con apego a la verdad que ocurría. Para él hasta las buenas noticias eran malas, por su inclinación a tomar con reserva la información, sobre todo su interpretación optimista. Si se descarta el primer año de su desempeño, problema heredado, ha sido la gestión más exitosa en un tema fundamental para el país: el crecimiento económico, además de la única sucesión presidencial al margen de crisis o polémica.
López Obrador tiene sensibilidad singular para la política, particularmente la electoral. Su formación y su persistencia le llevaron de Macuspana a Palacio Nacional. Le tomó tiempo, pero llegó. Quizás el mejor candidato, sin dejar atrás a Vicente Fox. Sin embargo, el tabasqueño no ha sido un buen presidente. Su falta de formación y malicia para advertir el engaño del que es objeto por sus interlocutores, además de sus ideas fijas, ingenuidad e infantilismo, le han dañado gravemente.
Su debilidad por los militares es porque ellos le hablan con verdad. Ver lo que ocurre con el Tren Maya o con la refinería Dos Bocas le deben provocar un gran malestar. Engaños como los de Rogelio Jiménez Pons y de la secretaria de energía, Rocío Nahle. También confió en falso a Gabriel García y los programas sociales a su responsabilidad, le hizo creer que la elección intermedia significaría la necesaria mayoría calificada para emprender las reformas constitucionales indispensables en la consolidación de su proyecto político.
López Obrador decidió gobernar solo; además, sus más cercanos no le hablan con la verdad, como tan frecuentemente sucede en sus mañaneras. Es un pésimo lector de noticias, más si son críticas o adversas. Todo lo codifica en su mentalidad de guerra, y el efecto es que una verdad incómoda de un próximo se entiende como deslealtad o traición. Sin duda, para sus buenos colaboradores, que los tiene, debe resultar frustrante callar, simular o aplaudir a sabiendas del error. Quienes ganan terreno son los aduladores, los oportunistas o los ignorantes. Hasta los empresarios desistieron de decir lo que realmente sucede.
Esto no es particular de la actual presidencia; así ha ocurrido con todas. Peña Nieto, por ejemplo, se echó a la fiesta después de dos primeros años de grandes realizaciones. Su escuela política y sentido de ética del servicio público fue la del Estado de México. Buenas formas, pero frágil sustancia y cero sentido de probidad. Al igual que con Carlos Salinas, la corrupción partía desde la misma oficina presidencial.
Los parientes de manera recurrente son siempre problema. La mayor debilidad son los hijos si ya son mayores o la esposa si es que le interesa la política o los negocios. Es una constante del poder presidencial. Hasta el mismo don Lázaro Cárdenas tuvo que lidiar con el hermano incómodo, no se diga don Manuel Ávila Camacho. En eso de que Pablo Gómez esté rastreando las operaciones de los presidentes recientes mucho encontrará, aunque según sea con objetivos fiscales; que al menos paguen lo que deben al SAT.
Es cruel no hablarles a los presidentes con verdad, porque el desencuentro con la realidad ocurre cuando su poder disminuye o cuando ya no están en la condición de privilegio que acompaña al cargo. En realidad, no es que se les engañe, sino que ellos deciden emprender la ruta cómoda de prestar oído a los aduladores y alejarse de los colaboradores honestos pero incómodos, y de negar toda forma de escrutinio crítico interno o externo.
La consulta para la revocación de mandato fue un gran error político. Su diseño fue para fortalecer a López Obrador en su cuarto año de gobierno. Por vivir en la soberbia y en el autoengaño su efecto, además del rosario de controversias legales a que dio origen, será justamente el contrario y servirá de aliento a sus adversarios. De la misma forma ocurrió con la inauguración del aeropuerto Felipe Ángeles. A pesar de los méritos de la obra y del esfuerzo de los constructores, el resultado es irrelevante para atender la necesidad que la motivó. Los errores e insuficiencias la vuelven cualquier cosa, menos una obra pública ejemplar, y todo por no hablarle al presidente, desde el inicio, con verdad.
Federico Berrueto en Twitter: @Berrueto