Opinión/Julio Santoyo Guerrero
¿Nuevo orden mundial?
Julio Santoyo Guerrero
El mayor sueño de cualquier poder es el establecimiento de un nuevo orden, que no podrá ser otro que su propio orden. El espacio para aplicar esta máxima, siempre depende de las condiciones que el poder se ha constituido, puede ser local, regional, nacional o mundial.
Los discursos que suelen justificar y legitimar esta aspiración pasan por la economía, la geopolítica, la raza, el idioma, la religión o la necesidad de saldar viejas y oscuras historias, todo enmarcado en un gran relato de salvación.
En los tiempos actuales, en los que los grandes relatos que en un tiempo les dieron sentido y horizonte a los grandes proyectos de redención humana (el progreso, la razón, el liberalismo, el socialismo), se han ido derrumbado, existe un sentido de orfandad y vacío que el hombre trata de llenar con retornos al pasado.
En el afanoso intento por retornar a la extinta grandeza de los tiempos pasados algunos gobernantes, explotando la nostalgia de épocas “mejores” tratan de reconstruir los símbolos de poderes ya derrumbados. Y sus ofrecimientos suelen ser bien recibidos por sociedades que siguen creyendo que la historia les depara un mejor momento, con seguridad, mejor que el vivido en tiempos pasados, tal le paso a la sociedad alemana en los treinta del siglo XX y sigue pasando ahora.
Así ocurre con naciones pequeñas y medianas, considerando el poder de su economía, pero sobre todo con países que han sido imperios y que en su momento fueron factor decisivo para establecer las reglas del orden regional o mundial. El “Hagamos a América grande otra vez” de Trump es sólo una versión entre muchas.
Esa perspectiva de retorno tuviera coherencia si la historia se desenvolviera de manera lineal. Así se podría comprender, en el caso ruso, la corrección a una “desviación” en el trayecto hacia el progreso de la historia (lo que debió ser del zarismo, lo que debió ser de la URSS). El problema es que la historia no es lineal, es decir, que no existe la acumulación de lo bueno, tampoco es una escalera que asciende gradualmente al progreso, a la libertad, a la justicia, vaya a la realización y plenitud de las naciones o de los hombres. No hay un paraíso terrenal esperándonos. El zarismo se congeló con la inhumanidad del destierro en Siberia, la URSS se perdió en el Gulag y en el exterminio estalinista, y ninguna de estas experiencias fue el paraíso prometido.
Por eso el discurso en apariencia progresista de las potencias suena hoy día tan vacío cuando tratan de justificar su expansionismo militar poniendo por delante los conceptos que ya han perdido significación. La libertad, la independencia, ahora solo tienen sentido desde la visión personal y colectiva de los hombres de frente a realidades específicas. No son las grandes potencias las que encarnan la libertad o la democracia, por ejemplo, ya no les funciona que en su nombre se adoctrine a los otros.
Realizar acciones para retornar a las glorias del pasado siempre terminará en pesadilla. Tendrán que recurrir al guion de los grandes tiranos como Hitler para intentar imponer su propio orden mundial a partir de lo que consideran su “espacio vital”. ¿Luego de anexarse Georgia, Crimea, Bielorrusia, y si captura Ucrania, sigue acaso Hungría, Rumanía, Polonia? Un camino así de delirante solo se puede construir a rajatabla y contra el derecho internacional como lo está haciendo Putin, y para lograrlo está colocando al mundo al borde una conflagración planetaria.
La invasión a Ucrania —un país soberano y demócrata— como ya se prefiguraba años atrás, es uno de los pasos del gobierno de Moscú para restablecer de manera impositiva el poder de una gloria pasada que añora las ínfulas imperiales, centralistas, autoritarias y autócratas de viejos regímenes de amarga historia. Sin embargo, su importancia geopolítica es de gran relevancia global ya que está poniendo en vilo la viabilidad de la ONU y los consensos básicos para la paz mundial.
Si su estrategia de nuevo orden mundial falla, como parece está ocurriendo, en una de esas Putin termina fortaleciendo a la OTAN y precipitando a su nación a una condición lastimosa, aislada y confrontando de nuevo a los nacionalismos que están contenidos por la fuerza del centralismo autoritario ruso.
Si se consolida la anexión de Ucrania a través de un gobierno títere, —impune ante una ONU derrotada— queda abierta la puerta a la realización de aspiraciones semejantes por otras naciones. Si esa es la condición del nuevo orden veremos en adelante acciones semejantes contra países que orbitan en el interés económico, geopolítico o religioso de otras naciones.
También el discurso de una entidad supranacional capaz de garantizar la paz en el planeta habrá caído del plano de las certezas al de la incertidumbre, como está siendo desde hace años. Es decir, como los otros relatos de la modernidad, también este se habrá quebrado.
Hacia el futuro el único horizonte cierto es el de la guerra recurrente. Las instituciones más sólidas que siguen teniendo las naciones son las militares, no las que construyen consensos y acuerdos.
Y esta es una parte de la realidad que observa Putin y por supuesto la OTAN, por eso ambos caminan con sus pertrechos militares, tecnológicos, ideológicos y diplomáticos para alcanzar y ejercer la fuerza suficiente que les asegure definir las reglas del nuevo orden mundial en una época de reposicionamiento de potencias y pérdida de instituciones globales que antaño representaban un medio para dar cierta estabilidad al orden generado luego de la Segunda Guerra Mundial y la caída del bloque socialista.
La apuesta hecha por el gobierno de Moscú, si es que no se trata de una balandronada, es de todo o nada. Es una disyuntiva que lleva al extremo la disponibilidad para la guerra generalizada. Lo peor es perfectamente posible, en esto no hay linealidad histórica hacia lo bueno.
En definitiva, se trata de un momento histórico que ha concitado la protesta mundial, la solidaridad de naciones con Ucrania y la acción diplomática de los gobiernos. Es, por cierto, una oportunidad para que el gobierno mexicano, más allá de la palabrería, eleve también su apuesta realizando una diplomacia propositiva de alto nivel que reconstruya el liderazgo continental que ha perdido y contribuya de manera reconocible al cese de la guerra y a la reconstrucción de las instituciones globales para la paz y la convivencia entre naciones. Se vería bien y haría un gran bien. Es buena coyuntura ahora que prácticamente México está borrado de los liderazgos mundiales.