Índice Político/Carlos Ramírez
Hoy domingo 7 de noviembre Iberoamérica tocará uno de los puntos más bajos de su precaria y conflictiva existencia de alrededor de doscientos años de independencia: las elecciones presidenciales en Nicaragua, en la Nicaragua sandinista y revolucionaria, se convertirán en una muestra patética del ridículo político extremo que puede darse una clase gobernante desprestigiada.
Se trata de la Nicaragua sandinista que en 1979 escribió una de las páginas más notorias del último tramo del siglo XX al consolidar la victoria de una guerrilla con base popular que logró el reconocimiento del gobierno de Estados Unidos. Uno de los líderes de esa guerrilla, el comandante Daniel Ortega, llegó a la presidencia en 1985 y la perdió en 1990 en elecciones de ejemplar disciplina democrática guerrillera, pero retornó al poder en 2007 y se ha eternizado en la presidencia con decisiones dignas del dictador al Anastasio Somoza que derrocó la guerrilla sandinista.
Todos los candidatos a la presidencia que no obtuvieron el beneplácito de Ortega han sido encarcelados u obligados al exilio, dejando el espacio electoral exclusivo para Ortega y su esposa Rosario Murillo como candidata a la vicepresidencia. De concretarse esta maniobra típica de las novelas de dictadores de la literatura Iberoamericana, Ortega se quedará en el poder hasta que decida o fallezca y su esposa tomará las riendas del poder.
La revolución sandinista se organizó para luchar contra la dictadura de Somoza y sus reelecciones presidenciales, hecho histórico que obligaba al sandinismo a construir nuevas bases democráticas y sociales en un país devastado por la explotación nacional y extranjera. La revolución sandinista pudo gobernar con una coalición izquierda-derecha muy singular, pero logró construir prácticas democráticas que han sido destruidas por Ortega. La última maniobra dictatorial de Ortega fue instrumentar una persecución policiaca para tratar de arrestar y encarcelar al que fue su vicepresidente en el período 1985-1990, el prestigiado escritor Sergio Ramírez, cuya última novela Tongolele no sabía bailar se perfiló como la crítica más severa a la dictadura orteguista por las revelaciones de la represión policíaca desde el poder.
La comunidad Iberoamericana ha sido incapaz de construir mecanismos de supervisión de la vida política del continente y Ortega ha dividido a los gobiernos de la región en aliados o enemigos. Ortega se nutre del venero de las peores dictaduras personalistas latinoamericanas que recuerdan a los personajes de Gabriel García Márquez, Miguel Ángel Asturias, Augusto Roa Bastos, Alejo Carpentier y René Avilés Fabila, entre otros que construyeron la figura de los Stalin caribeños, señores de lo real maravilloso barroco.
En los juegos de poder en modo guerra fría, Ortega tiene todo el apoyo del castrismo en decadencia, del chavismo tropical y del madurismo patético, además de representar los intereses de los países de perfil bolivariano que han provocado el aislamiento político, el rezago social y el deterioro productivo que afecta a millones de personas.
La crisis político-electoral de Nicaragua ha hecho estallar en pedazos las muy remotas posibilidades que ha tenido siempre la organización de Estados Americanos para gestionar una mínima estabilidad política en la región, pero sin tener ningún organismo de recambio que permita convertir a la política en una viabilidad de desarrollo.
Nicaragua, por lo demás, aparece como uno de los tantos problemas que existen en la región y que ilustran una de las más profundas crisis de viabilidad política de los países iberoamericanos: Venezuela está en colapso final, Cuba enfrenta una protesta masiva que llevará a una represión masiva, Perú no ha sabido canalizar su experiencia democrática con gobiernos de izquierda y enfrenta una crisis terminal, Colombia comienza a registrar la guerra civil interna por años de colapso de seguridad, El Salvador eligió un presidente y se encontró gobernado por un nuevo rey, Chile sigue arrastrando las insuficiencias de la crisis Allende-Pinochet y está cayendo en las garras de la derecha, Brasil se hunde en la disputa por el poder y la necedad de líderes iluminados que gobiernan para sí mismos y el Triángulo del Norte de Centroamérica aparece como un gigantesco cartel del crimen organizado.
Y para terminar de ilustrar la severa crisis de Iberoamérica, el gobierno de Joseph Biden se mueve en una estrategia de seguridad nacional con los ojos vendados en cuarto oscuro. Por primera vez en la historia del continente americano, Washington exige la prioridad de sus intereses sin ofertar ninguna propuesta de administración en los países iberoamericanos: todo lo quiere arreglar con un puñado de dólares, pero sin diseñar una nueva estrategia de seguridad nacional.
Los viejos liderazgos de México, Cuba y Brasil en la región carecen de propuestas y nadie quiere hacerse cargo de construir nuevas formas de asociación regional. La CELAC --Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños-- se consolidó al amparo de una organización desordenada de países caóticos y todos con el sentimiento anti estadounidense, aunque en los hechos todos dependen de la economía productiva y de los subsidios de la Casa Blanca.
Iberoamérica, en este escenario, es un compendio de noticias pesimistas, en medio de una severa pandemia mal gestionada, de un desplome de las economías productivas, de la toma del control del poder político por el crimen organizado y de una migración masiva en grado de catástrofe humana presionando las fronteras de México y de Estados Unidos sin ninguna posibilidad de encontrar generosidad.
Y nadie está discutiendo esta verdad efectiva machiavelliana.